lunes, 30 de abril de 2007

El chupetín de las 8 de la mañana

Mochila del Sapo Pepe en la que el chupetín reposó 3 horas y media

Veo a los porteros lavando la vereda con ahínco tan temprano
y me pregunto: ¿cuántos minutos puede durarles la satisfacción
por el trabajo hecho?

Antes de comenzar el relato debo hacer una aclaración sobre el título: no, no es que Ramiro se coma un chupetín todos los días a las 8 de la mañana, como quien se toma su Rivotril diario para atravesar la jornada. Estamos hablando de UN chupetín, UN día, a las 8 de la mañana. Y presumo que no volverá a suceder.

Un día Ramiro, que siempre amanece -muy, muy temprano- de un humor espléndido, se levantó con un talante bastante denso y empezó a exigir golosinas a la hora del desayuno. Yo, por supuesto, lo conminé a tomar la leche y dejarse de planteos ridículos. Ya bastante le cuesta a mi costado de madre-sargento aceptar el hecho de que Ramiro si no mira 10 minutos los dibujitos a la mañana, no toma más la leche. Justo él, que hasta hace poco era mi orgullo porque se bajaba un litro por día ya con más de dos años, sin azúcar, sin Nesquick.

Terminado el desayuno volvió a la carga: quería una "sorpresa rica", como llamamos en casa a las golosinas, algo que, por cierto, de sorpresa ya no tiene lamentablemente ni un ápice. Yo por esta vez le dije la verdad: no tenía nada. Pero no sabía que mi marido sí. O sea que Ramiro salió a la calle rumbo al jardín, a las 8:10 de la mañana, blandiendo un chupetín Pico Dulce en la manito.

A ver si nos ponemos en situación: hasta hace un tiempo, lo que yo consideraba mi mayor logro era que Ramiro no conocía las golosinas, supuestamente no tenía interés en ellas y ya empezaba a manifestar una saludable inclinación a seguir a rajatabla las recomendaciones de la pirámide alimenticia elaborada por la Food and Drugs Administration de Estados Unidos. Hasta que salió al mundo real -en otras palabras, empezó el jardín-, y conoció los placeres prohibidos. Bananas, manzanas y ¡kiwis! fueron reemplazados por chocolates, caramelos y chupetines.

A mí me daba vergüenza caminar por la calle a las 8:10 de la mañana con Ramiro saboreando un chupetín. Me mortificaba, me convertía en la peor madre del mundo. A mi marido no le dije nada porque es de esas personas que no exhiben un ánimo muy receptivo por la mañana, pero pensaba mandarle un asesino a sueldo después del mediodía.

Primero fue Domingo, el portero. Saludó a Ramiro e hizo algún comentario sobre el chupetín, que yo atajé rápidamente explicando que sí, ja, ja, mi marido tuvo la peregrina idea de darle un chupetín tan tempranito, en qué estaría pensando. Con una veloz maniobra distractiva logré que Horacio, el diariero, no viera el Pico Dulce y pasamos de largo por el kiosco de revistas con un simple buenos días, qué tal, cómo está usted.

Quedaban seis cuadras de desconocidos hasta llegar al jardín, momento para el cual yo pensaba que el chupetín ya habría sido liquidado por Ramiro, y yo volvería a ser la mamá perfecta que se acuerda de mandar el rollito de cocina el primer lunes de cada mes, sin falta. Con un poco de suerte, no habría demasiada gente levantada o lúcida a esa hora en las calles de Almagro.
De hecho, no la había. Pero no me gustó nada cruzarme con un joven de ambo color petróleo. Siempre me intrigó si los colores de los ambos denotan algún tipo de clasificación por rango o especialidad dentro del mundo de la medicina y disciplinas vinculadas; he observado que los kinesiólogos suelen tirar más hacia los verdes y celestes, los farmacéuticos se inclinan decididamente por el blanco y los médicos varían bastante en sus preferencias. Algunas residentes mujeres se aventuran incluso al lila. El doctor Gustavo utiliza sólo ropa de calle, lo cual siempre me pareció un gesto de humildad.

Lo cierto es que si bien el ambo de este muchacho lo ubicaba más bien en el mundo de la kinesiología o la fisioterapéutica, al no tener certeza de pronto temí que fuera pediatra o -¡peor!- odontólogo, y juraría que le clavó una mirada condenatoria al chupetín, antes de levantar la vista y lanzarme con los ojos unos rayos que decían: señora, debería entregarlo en adopción ya mismo, usted no está capacitada.

Pasado el mal trago del presunto kinesiólogo-pediatra-odontólogo, llegamos a un edificio en el que siempre está limpiando la vereda una portera con aspecto de abuelita buena que saluda a Ramiro con total pasión desde que era bien chiquito y llamaba la atención porque ya caminaba cuando otros nenes iban en carrito. Esta vez, la abuelita se convirtió en una especie de suegra mala: evidentemente estaba enojada conmigo porque eran apenas las 8:20 y Ramiro ya estaba con un Pico Dulce en la mano. El chupetín, a todo esto, se consumía a cuentagotas. Y faltaban apenas dos cuadras para llegar al jardín.

Ya advertí que tendríamos problemas cuando traspusimos la puerta de entrada. Lo normal, por cierto, es que yo ni siquiera la traspase; Ramiro entra siempre al jardín con alegría y en ocasiones hasta se olvida de saludarme. Esta vez, no quería entrar porque temía que sus compañeros quisieran arrebatarle el chupetín. Gracias a la rápida y profesional intervención de la directora Liliana, el chupetín fue cuidadosamente envuelto en papel film y guardado en la mochila del Sapo Pepe. Yo le expliqué que tenía claro que no era procedente darle a Ramiro un chupetín antes de entrar al jardín, y le indiqué que cualquier observación al respecto la apuntaran en el cuaderno de Ramiro dirigiéndola a mi marido, responsable directo del dislate.

Volví a mi casa con el alivio de ya no tener que lidiar con el chupetín. Cuando retiré a Ramiro del jardín tres horas y media más tarde, mis esperanzas de que se hubiera olvidado de la maldita golosina se hicieron añicos en un instante. Antes de decirme hola me estaba pidiendo que le quitara el papel film al chupetín para terminarlo.

Sabía a lo que me enfrentaba: quién desconoce que un niño en guardapolvo de jardín, caminando por la calle a las 12 del mediodía, está yendo a su casa para almorzar. Y que un chupetín en la mano significaba que no querría probar un solo bocado de pollo con brócoli.

Apuré el paso hasta llegar a una esquina medio solitaria, en la que paramos y esperé que Ramiro acabara de una vez el Pico Dulce, como quien oculta una maniobra no del todo legal. Varios mordiscos más tarde, me extendió la mano con el palito despojado ya del caramelo.

Respiré aliviada: con un poco de suerte, al otro día nadie se acordaría del incidente, o quizá la abuelita que baldea la vereda temprano y el kinesiólogo-pediatra-odontólogo ya habrían podido perdonarme.

domingo, 22 de abril de 2007

Manutísimo

Falafel con tabule

Que alguien me explique cómo llegó a líder de un grupo un oso con la
remera encogida y evidentes dificultades para comprender consignas.

Ramiro está ofendido porque no fue invitado a una fiesta, y todo es culpa mía. En realidad creo que en este tema la naturaleza no fue sabia: un niño no debería tener la capacidad de ofenderse por haber sido excluido de un evento social, si aún no tiene la capacidad de comprender el concepto de no haber nacido para cuando el supuesto agasajo tuvo lugar. Pero la trama se complica, y ahí está lo que es culpa mía: la supuesta fiesta ni siquiera existió.

Yo ya había escuchado por allí que uno no debería responder las preguntas de los niños al descuido, pero a veces pasa.

Ramiro tiene por parte de su papá un hermano mayor, Manuel, que vive la mitad de la semana con nosotros y tiene 11 años. Como buenos hermanos, se adoran y se muelen a palos. Contrariamente a todos los pronósticos que auguraban que Manu ardería de celos con la llegada del nuevo hermanito tras ocho años de hijo único, resultó ser el nuevo hermanito el que casi siempre vuela de rabia por todo lo que tiene o deja de tener el que llegó antes. Quizá por eso Ramiro aprovecha cada ratito que Manu no está en casa para invadirle la pieza, hurgar entre sus cosas, dibujarle todo el pizarrón y robarle pequeños juguetitos al grito de "¡é mío, é mío!"
Un día Ramiro encontró en un cajón una foto de Manu chiquito, vestido con un traje naranja de un material peludo. Me preguntó qué era y yo le contesté, pensando en otra cosa, que era Manu vestido de Winnie Pooh en una fiesta de disfraces. Poco después recordé que en realidad se había disfrazado en un restaurante de comida árabe que tenía un área para chicos, con pelotero y animadoras que enviaban a los niños de vuelta a las mesas vestidos como personajes infantiles conocidos. Los padres que gracias a la experiencia recogida en múltiples ingestas de falafel y tabule habíamos llevado cámara, sacábamos fotos.
La cuestión es que ahora Ramiro está furioso porque no fue invitado a la fiesta que nunca existió, y yo no sé si no le explico la verdad porque dudo de que a su corta edad comprenda el improbable vínculo entre el restaurante árabe y Winnie Pooh, o porque me avergüenza que a tan corta edad ya constate que mamá le mandó fruta con tal de sacarse el tema de encima. Mi esfuerzo actual consiste en tratar de que Ramiro se concentre en el concepto de que existía la vida en la Tierra antes de su nacimiento, algo que parece enfurecerlo aún más.

Nunca deja de sorprenderme la parsimonia con que Manu tolera los embates de Ramiro. Le roba la pelota, los anteojos de sol, el celular, el MP4, cualquier cosa que tenga en la mano o esté a punto de agarrar, y Manu por lo general sólo revolea los ojos hacia arriba con cara de "ya vendrá a pedirme la moto para salir con la novia y ahí me voy a vengar". Pero la disputa no se limita a los objetos.

Hace poco Manu, que es muy creativo, fue elegido para escribir, codirigir y protagonizar un cortometraje que dentro de un tiempo será exhibido en un festival de cortos hechos por chicos de distintas partes del mundo. Como trata sobre su vida, el proyecto convirtió nuestra casa por momentos en una sede de Gran Hermano, experiencia que por cierto no recomiendo a nadie y de la cual creo que, para aceptar someterse voluntariamente a ella durante largos períodos, hay que ser como, digamos, los chicos de Gran Hermano. Ramiro no pudo con su genio: cada vez que tuvo ocasión se robó la escena, abusando de su condición de niño menor de la casa. Si bien es habitual que sea un chancho para comer como todos los chicos de su edad, admito que mientras mojaba la papa frita en el postrecito de chocolate su insistente búsqueda de la cámara para que lo enfocara ya era un tanto irritante, como esas promotoras que estiran el cuello detrás de los deportistas cuando éstos hacen declaraciones a la prensa, no sé si se fijaron.

Generosamente, Manu le dio un lugar privilegiado en la edición final de la película, porque, con todas las incidencias del caso, tienen una relación hermosa. Y me van a disculpar que esta vez no termine la historia buscando rematar con un chiste, sino con un apunte que me emociona: hace un tiempo Ramiro inventó, totalmente por su cuenta, un nuevo apodo para su hermano. Derivado de Manuto, que es una deformación "ramirezca" de Manucho, como le decíamos a veces, un buen día lo empezó a llamar Manutísimo. Toda una declaración de principios: más allá de los celos y la competencia, Manu es para Ramiro un "ísimo". El más grande, un superlativo.

miércoles, 11 de abril de 2007

La última palabra

Faca en potencia con la que Ramiro podría llegar a líder en la cárcel

No estoy en contra del arte, pero observo que los
pintores terminan chiflados y con menos orejas de lo normal.


Por razones que no vienen al caso, mi marido y yo desde hace algunas semanas estamos más tiempo en casa, más tiempo juntos y más tiempo con Ramiro. Ecuación que, como es sabido, puede tener consecuencias diversas que suelen oscilar entre el disfrute extremo de la familia y el tiempo libre, hasta la separación sin retorno por diferencias irreconciliables. Nosotros, por ahora, hemos logrado hacer equilibrio en el medio.

Uno de los efectos colaterales de compartir más situaciones cotidianas con mi esposo es el haber descubierto, para mi espanto, que no está ciento por ciento de acuerdo con lo que yo vengo dictaminando desde hace casi tres años respecto de nuestro hijo en común, y, lo que es muchísimo peor, no está ciento por ciento dispuesto a acatarlo. Ya empecé a averiguarle por cursos de ikebana.

Entre las novedades con las que me fui topando estos días figura la estrecha relación que supo desarrollar Ramiro con la pintura. Poco después de mudarnos a nuestra actual casa, recién pintada, Ramiro entró en la típica fase infantil de decorar las paredes por su cuenta. No era cómodo, no era estético y a posteriori no resultaría barato repintar todo, pero estaba dentro de los cálculos de una madre que ha leído todos los libros existentes sobre la evolución de los niños y sus incómodas tendencias.

Pero un día ese interés mutó hacia otros nuevos, también establecidos en los manuales de crianza, con lo cual retornó la paz pictórica a nuestras paredes. Sin embargo, hace unas semanas los trazos de crayones, tizas y lápices por doquier volvieron con máxima virulencia, lo cual llamó mi atención. Para peor, ahora Ramiro mide varios centímetros más que entonces y su alcance destructivo es exponencialmente mayor. Enseguida busqué la raíz del problema y rápidamente la encontré. "¿Cuál es el inconveniente? Hay que dejarlo que se exprese", fueron las palabras exactas de mi marido, a todas luces principal instigador del crimen. Según él, Ramiro no sabría distinguir la diferencia entre el pizarrón y la pared, por lo cual instalarle uno no tendría sentido. De todos modos, de cada discusión algo queda: María, la señora que trabaja en casa, me contó que escuchó cómo mi marido le explicaba a Ramiro que intentara no seguir pintando las paredes porque mamita y papito ya se habían peleado por eso. Batalla ganada.

Muchas veces, voluntaria o involuntariamente, los propios hijos intervienen para poner en evidencia los desacuerdos parentales. Un día Ramiro me vio manipulando la cámara de fotos digital, sobre la cual la última noticia que yo tenía era que estaba fuera del radio de acción de mi hijo. "¡Pero papá me deeeeeejaaaaa!" fue la precisa respuesta de Ramiro cuando le dije que de ningún modo podía dársela porque es sabido que todo lo que sus deditos tocan se convierte en chatarra. Enfrenté a mi marido y esta vez se sonrojó, admitiendo tácitamente haber sucumbido al berrinche de Ramiro alguna vez. En realidad nunca hablamos del tema claramente, pero no entiendo bien por qué ahora, cada vez que Ramiro se pone insistente y yo termino dándole la cámara, mi esposo me lanza una mirada de desaprobación. El empezó.

El desacuerdo más hilarante ocurrió hace poco: Ramiro, que hoy en día es un apasionado de golpear con cualquier objeto contundente todo lo que se le interponga, abrió el cajón de los utensilios y dio con un cucharón, al que de un solo golpe certero logró descabezar, para quedarse con el mango en la mano y arremeter por los pasillos a espadazo limpio. Admito que en el momento no se lo arrebaté por comodidad y otras ocupaciones. Cuando llegó mi marido, que evidentemente está mucho más a favor del arte que de la fuerza bruta, me increpó con furia por permitir aquella situación. "Mirá esta punta, acá tiene filo", me señalaba con desesperación el extremo redondeado y para nada punzante del objeto. "Esto parece una faca; en la cárcel, el que tiene una de éstas es el líder", agregó con un dramatismo que a mi juicio ya excedía un tanto el ámbito doméstico en el que se desarrollaba la escena, y que además de algún modo auguraba un futuro no muy auspicioso para nuestro hijo. Yo me limité a apoderarme del cucharón sin cabeza, pagando por ello el precio de los gritos y protestas de Ramiro, y a sacarle una foto. En cuanto a mi marido, le agradecí los servicios y le rogué que siguiera así, aportándome temas para el blog.

lunes, 9 de abril de 2007

Viva la Pepa

La Plaza Almagro desde octubre.





El jardín de los abus.


Que Dios me perdone, pero entiendo perfectamente cómo
pudo comerse el lobo a la abuelita en tiempo récord.

"Ramiro es tan lindo... ustedes cuatro, psééé... eran graciosos como todos los nenes, pero Ramiro es taaaan hermoso..." Textuales palabras de mi madre. Pronunciadas por teléfono, al descuido, a mí, a su propia hija.

Está claro que el nacimiento de un hijo es un shock emocional y físico para los padres, pero en los abuelos yo creo que suele ser, lisa y llanamente, un golpe en el cráneo. Fuerte.

Que los abuelos tienen -más bien se autoadjudican- licencia para malcriar a los nietos es algo que los padres tenemos virtualmente contemplado dentro del contrato de alquiler temporario de niños que establecemos, entre otras personas, con nuestros progenitores, y que usualmente no reproducimos por ejemplo con la niñera ni con la maestra jardinera. Pero algunas conductas nos permiten constatar que el abuelazgo ha dejado en nuestros padres efectos desconcertantes. En otras palabras: en lo que a Ramiro respecta, los abus Chacho y Marieta están de remate.

El hogar de mi infancia era un sitio muy concurrido por los chicos del vecindario, un poco gracias al amplio patio, otro poco porque siendo cuatro hermanos ya había equipo para cualquier cosa, y finalmente porque, por alguna razón, mis padres nos dejaban hacer enchastres que otros no. No me consta, pero puedo imaginarme a los padres de mis amiguitos diciéndoles "¿¿que querés hacer quééé con harina?? Nooooo, andá enfrente que ahí te dejan". Lo cierto es que no puedo quejarme de cierta permisividad creativa de mis padres, pero aun así, no dejo de sorprenderme cuando los veo escoltar obedientemente a Ramiro como dos amiguitos más por toda la casa, haciendo y deshaciendo lo que él -que tiene 65 años menos- ordena.

Mis padres tienen un auto extremadamente viejo que hace un tiempo han decidido resucitar del más allá, pero que aún no ha demostrado otra utilidad que la de satisfacer la insanía tuerca de Ramiro, sobre la cual me extenderé en otra columna más adelante. El otro día llegué y estaban sentados en el auto Ramiro y mi padre, obviamente el primero al volante, tocando desesperadamente la bocina. "Estamos espantando a los gatos", explicó mi padre con talante circunspecto, desviando rápidamente la mirada para buscar la aprobación del conductor del vehículo. Del vehículo detenido, adentro del garage, sin ningún animal -ni ser viviente de especie alguna excepto un ficus- a la vista, a bocinazo limpio.

Ramiro tiene permitido, además, regar el jardín. Lo que no sería nada extraordinario si no fuera que desde hace un buen tiempo el mismo está rodeado de una malla de plástico verde traslúcido, posiblemente inspirado en las plazas de Buenos Aires y la aparente obsesión de Telerman por mantenernos alejados de todos los espacios verdes al mismo tiempo. El vallado de mis padres tiene por modesto objetivo permitir que el pasto crezca tras la destrucción propinada por la perra Mendi en colaboración conjunta con Ramiro. Sin embargo, en un acto de incoherencia seguramente derivada del golpe en la cabeza que mencionaba al principio, Ramiro es el único que tiene acceso irrestricto a la zona. Lo que es peor: tiene permitido ahogar con la manguera hasta el último resquicio de césped, con lo cual el acordonamiento de la zona está llamado a convertirse en una situación endémica. Eso sí: si yo quiero ingresar en ese espacio para columpiarme como no puedo hacerlo en las plazas de Buenos Aires -porque están casi todas en reformas y las que fueron reinauguradas tienen unas hamaquitas de cuero que aprietan la cintura-, poco falta para que sea rechazada por un patovica especialmente contratado a los efectos.

A veces mi madre intenta aparentar que Ramiro recibe alguna disciplina en su casa, con frases del tipo "no te creas que hace lo que quiere, nosotros le decimos que no muchas veces". Yo trato de no parecer extremadamente escéptica porque el referido contrato de alquiler muchas veces me es necesario, aunque admito que en algunas ocasiones me cuesta un poco creerle. En especial cuando, por ejemplo, recorro la casa y voy viendo en cada uno de los cuatro televisores al popular dinosaurio Barney -bah, la canción dice que es un dinosaurio, a mí no me lo parece y además es violeta- interactuando con sus aplicados compañeritos de set. No sea cosa que Ramiro se pierda alguna estrofa de sus pegadizas canciones, aunque en ese preciso momento esté adentro del auto que no funciona, tocándoles bocina a los gatos inexistentes, después de haberse comido un Serenito a las 9 de la mañana.

domingo, 1 de abril de 2007

La señora candidata

Cartel donde alguna vez estuvo Zulma. Hoy, Peter Pan.

Es una injusticia que alguien que tiene tan claro
a quién votar, recién pueda empadronarse
dentro de 15 años.


A Zulma Faiad le taparon la boca y Ramiro se puso como loco. Pero empecemos desde el principio: Ramiro es un nene muy dado; ya de bebé saludaba agitando la manito a quienes conocía, a quienes no conocía y a quienes estaba por conocer. Ha demostrado cierta predilección por determinados gremios, empezando por los encargados de edificios. El nuestro, un señor muy simpático, de bigote y de nombre Domingo, siempre lo tuvo loco. Desde chiquito apenas lo veía, le pedía upa y en el acto me desconocía como madre. Otro de sus favoritos es el diariero. Apenas atravesamos la puerta de calle quedamos enfrentados con el encargado del puesto de revistas, y no sé si será este encontronazo constante o qué, pero a Ramiro le fascina saludarlo cada vez que lo ve, así salgamos y entremos 15 veces en el día. Pero en su afán de saludar, Ramiro también traba relación con la publicidad estática. Y aquí es donde entra a tallar la señora Faiad. En el marco de la campaña electoral de la que fue partícipe la ex vedette en el año 2005, un buen día apareció a metros de la puerta de nuestro edificio un cartel con su foto, su número de lista y un eslogan que obviamente no retuve. Para Ramiro, fue amor a primera vista. En su nutrida ronda de saludos ya nunca más faltó el ademán hacia la señora Zulma, toda vestida de blanco y maquillada con sombra verde, sobre un fondo también verde, supongo que por lo de la lechuguita, o por el color de la esperanza, o porque dicen que el verde descansa la vista.
Lo cierto es que, si hubiera podido votar, no me cabe la menor duda de que Ramiro lo habría hecho por Zulma Faiad. Ya de lejos, apenas divisaba el cartel verde, iniciaba en su carrito el ritual de agitar el brazo emitiendo sonidos incomprensibles pero que dejaban traslucir un apoyo incondicional a sus propuestas legislativas. Qué fue lo que enloqueció a mi hijo de la señora candidata, es algo que todavía me intriga. Quizá le hiciera acordar a alguien, ciertamente no a sus abuelas porque ninguna de las dos se parece un ápice a Zulma Faiad. Acaso fuera su postura: en la imagen, la ex vedette no daba puntada sin hilo, y pese a su discreto trajecito sastre color crema cerrado hasta el cuello, era notorio que intentaba sacar pecho como en sus mejores épocas de la revista. Pero en este punto es donde aumenta mi curiosidad: después de que Ramiro dejó la teta absolutamente por su cuenta, a los siete meses y medio, yo solía repetir que, según mi impresión, él nunca había sido un “enamorado de la teta”. Succionaba como un condenado, pero nunca me pareció particularmente atraído por el envase, sino pura y exclusivamente por el contenido. Cuando dejó la teta, nunca, jamás, la volvió a reclamar. Por esta razón, que la artista-candidata lo haya atraído ensalzando su delantera me provoca una mezcla de celos e incredulidad.
Un día, la señora Zulma amaneció con la boca tapada: algún partidario de Fernando Vaca Narvaja, con un presupuesto evidentemente menor y cierta falta de sensibilidad, había estampado una pequeña calcomanía de su candidato sobre los labios de la ex modelo. Esto desconcertó a Ramiro, que cuando salió a saludarla esbozó una mueca de extrañeza. Y a partir de ahí, todo fue barranca abajo. Cualquier listita de poca monta se creyó con derecho a cercenar la imagen de la candidata favorita de Ramiro, llegando a cubrir incluso el verde esperanza del fondo. Hasta el fatídico día en que, directamente, el cartel de la campaña electoral fue retirado y apareció en su lugar, límpida y nuevita, la publicidad de un jugo en polvo light. Con una señorita por demás raquítica, en especial si vamos a comparar con el pulposo físico de la señora Zulma. En lo que a Ramiro respecta, la nueva señorita le provocó lo mismo que un árbol de tilo.