miércoles, 11 de abril de 2007

La última palabra

Faca en potencia con la que Ramiro podría llegar a líder en la cárcel

No estoy en contra del arte, pero observo que los
pintores terminan chiflados y con menos orejas de lo normal.


Por razones que no vienen al caso, mi marido y yo desde hace algunas semanas estamos más tiempo en casa, más tiempo juntos y más tiempo con Ramiro. Ecuación que, como es sabido, puede tener consecuencias diversas que suelen oscilar entre el disfrute extremo de la familia y el tiempo libre, hasta la separación sin retorno por diferencias irreconciliables. Nosotros, por ahora, hemos logrado hacer equilibrio en el medio.

Uno de los efectos colaterales de compartir más situaciones cotidianas con mi esposo es el haber descubierto, para mi espanto, que no está ciento por ciento de acuerdo con lo que yo vengo dictaminando desde hace casi tres años respecto de nuestro hijo en común, y, lo que es muchísimo peor, no está ciento por ciento dispuesto a acatarlo. Ya empecé a averiguarle por cursos de ikebana.

Entre las novedades con las que me fui topando estos días figura la estrecha relación que supo desarrollar Ramiro con la pintura. Poco después de mudarnos a nuestra actual casa, recién pintada, Ramiro entró en la típica fase infantil de decorar las paredes por su cuenta. No era cómodo, no era estético y a posteriori no resultaría barato repintar todo, pero estaba dentro de los cálculos de una madre que ha leído todos los libros existentes sobre la evolución de los niños y sus incómodas tendencias.

Pero un día ese interés mutó hacia otros nuevos, también establecidos en los manuales de crianza, con lo cual retornó la paz pictórica a nuestras paredes. Sin embargo, hace unas semanas los trazos de crayones, tizas y lápices por doquier volvieron con máxima virulencia, lo cual llamó mi atención. Para peor, ahora Ramiro mide varios centímetros más que entonces y su alcance destructivo es exponencialmente mayor. Enseguida busqué la raíz del problema y rápidamente la encontré. "¿Cuál es el inconveniente? Hay que dejarlo que se exprese", fueron las palabras exactas de mi marido, a todas luces principal instigador del crimen. Según él, Ramiro no sabría distinguir la diferencia entre el pizarrón y la pared, por lo cual instalarle uno no tendría sentido. De todos modos, de cada discusión algo queda: María, la señora que trabaja en casa, me contó que escuchó cómo mi marido le explicaba a Ramiro que intentara no seguir pintando las paredes porque mamita y papito ya se habían peleado por eso. Batalla ganada.

Muchas veces, voluntaria o involuntariamente, los propios hijos intervienen para poner en evidencia los desacuerdos parentales. Un día Ramiro me vio manipulando la cámara de fotos digital, sobre la cual la última noticia que yo tenía era que estaba fuera del radio de acción de mi hijo. "¡Pero papá me deeeeeejaaaaa!" fue la precisa respuesta de Ramiro cuando le dije que de ningún modo podía dársela porque es sabido que todo lo que sus deditos tocan se convierte en chatarra. Enfrenté a mi marido y esta vez se sonrojó, admitiendo tácitamente haber sucumbido al berrinche de Ramiro alguna vez. En realidad nunca hablamos del tema claramente, pero no entiendo bien por qué ahora, cada vez que Ramiro se pone insistente y yo termino dándole la cámara, mi esposo me lanza una mirada de desaprobación. El empezó.

El desacuerdo más hilarante ocurrió hace poco: Ramiro, que hoy en día es un apasionado de golpear con cualquier objeto contundente todo lo que se le interponga, abrió el cajón de los utensilios y dio con un cucharón, al que de un solo golpe certero logró descabezar, para quedarse con el mango en la mano y arremeter por los pasillos a espadazo limpio. Admito que en el momento no se lo arrebaté por comodidad y otras ocupaciones. Cuando llegó mi marido, que evidentemente está mucho más a favor del arte que de la fuerza bruta, me increpó con furia por permitir aquella situación. "Mirá esta punta, acá tiene filo", me señalaba con desesperación el extremo redondeado y para nada punzante del objeto. "Esto parece una faca; en la cárcel, el que tiene una de éstas es el líder", agregó con un dramatismo que a mi juicio ya excedía un tanto el ámbito doméstico en el que se desarrollaba la escena, y que además de algún modo auguraba un futuro no muy auspicioso para nuestro hijo. Yo me limité a apoderarme del cucharón sin cabeza, pagando por ello el precio de los gritos y protestas de Ramiro, y a sacarle una foto. En cuanto a mi marido, le agradecí los servicios y le rogué que siguiera así, aportándome temas para el blog.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola,
Descubri el blog a travez del de Gantman, me gusta mucho la manera de escribir y las historia que contas, yo tengo dos hijos -uno de 2 y el otro de un mes y vivo estas historias todo el tiempo...