lunes, 9 de abril de 2007

Viva la Pepa

La Plaza Almagro desde octubre.





El jardín de los abus.


Que Dios me perdone, pero entiendo perfectamente cómo
pudo comerse el lobo a la abuelita en tiempo récord.

"Ramiro es tan lindo... ustedes cuatro, psééé... eran graciosos como todos los nenes, pero Ramiro es taaaan hermoso..." Textuales palabras de mi madre. Pronunciadas por teléfono, al descuido, a mí, a su propia hija.

Está claro que el nacimiento de un hijo es un shock emocional y físico para los padres, pero en los abuelos yo creo que suele ser, lisa y llanamente, un golpe en el cráneo. Fuerte.

Que los abuelos tienen -más bien se autoadjudican- licencia para malcriar a los nietos es algo que los padres tenemos virtualmente contemplado dentro del contrato de alquiler temporario de niños que establecemos, entre otras personas, con nuestros progenitores, y que usualmente no reproducimos por ejemplo con la niñera ni con la maestra jardinera. Pero algunas conductas nos permiten constatar que el abuelazgo ha dejado en nuestros padres efectos desconcertantes. En otras palabras: en lo que a Ramiro respecta, los abus Chacho y Marieta están de remate.

El hogar de mi infancia era un sitio muy concurrido por los chicos del vecindario, un poco gracias al amplio patio, otro poco porque siendo cuatro hermanos ya había equipo para cualquier cosa, y finalmente porque, por alguna razón, mis padres nos dejaban hacer enchastres que otros no. No me consta, pero puedo imaginarme a los padres de mis amiguitos diciéndoles "¿¿que querés hacer quééé con harina?? Nooooo, andá enfrente que ahí te dejan". Lo cierto es que no puedo quejarme de cierta permisividad creativa de mis padres, pero aun así, no dejo de sorprenderme cuando los veo escoltar obedientemente a Ramiro como dos amiguitos más por toda la casa, haciendo y deshaciendo lo que él -que tiene 65 años menos- ordena.

Mis padres tienen un auto extremadamente viejo que hace un tiempo han decidido resucitar del más allá, pero que aún no ha demostrado otra utilidad que la de satisfacer la insanía tuerca de Ramiro, sobre la cual me extenderé en otra columna más adelante. El otro día llegué y estaban sentados en el auto Ramiro y mi padre, obviamente el primero al volante, tocando desesperadamente la bocina. "Estamos espantando a los gatos", explicó mi padre con talante circunspecto, desviando rápidamente la mirada para buscar la aprobación del conductor del vehículo. Del vehículo detenido, adentro del garage, sin ningún animal -ni ser viviente de especie alguna excepto un ficus- a la vista, a bocinazo limpio.

Ramiro tiene permitido, además, regar el jardín. Lo que no sería nada extraordinario si no fuera que desde hace un buen tiempo el mismo está rodeado de una malla de plástico verde traslúcido, posiblemente inspirado en las plazas de Buenos Aires y la aparente obsesión de Telerman por mantenernos alejados de todos los espacios verdes al mismo tiempo. El vallado de mis padres tiene por modesto objetivo permitir que el pasto crezca tras la destrucción propinada por la perra Mendi en colaboración conjunta con Ramiro. Sin embargo, en un acto de incoherencia seguramente derivada del golpe en la cabeza que mencionaba al principio, Ramiro es el único que tiene acceso irrestricto a la zona. Lo que es peor: tiene permitido ahogar con la manguera hasta el último resquicio de césped, con lo cual el acordonamiento de la zona está llamado a convertirse en una situación endémica. Eso sí: si yo quiero ingresar en ese espacio para columpiarme como no puedo hacerlo en las plazas de Buenos Aires -porque están casi todas en reformas y las que fueron reinauguradas tienen unas hamaquitas de cuero que aprietan la cintura-, poco falta para que sea rechazada por un patovica especialmente contratado a los efectos.

A veces mi madre intenta aparentar que Ramiro recibe alguna disciplina en su casa, con frases del tipo "no te creas que hace lo que quiere, nosotros le decimos que no muchas veces". Yo trato de no parecer extremadamente escéptica porque el referido contrato de alquiler muchas veces me es necesario, aunque admito que en algunas ocasiones me cuesta un poco creerle. En especial cuando, por ejemplo, recorro la casa y voy viendo en cada uno de los cuatro televisores al popular dinosaurio Barney -bah, la canción dice que es un dinosaurio, a mí no me lo parece y además es violeta- interactuando con sus aplicados compañeritos de set. No sea cosa que Ramiro se pierda alguna estrofa de sus pegadizas canciones, aunque en ese preciso momento esté adentro del auto que no funciona, tocándoles bocina a los gatos inexistentes, después de haberse comido un Serenito a las 9 de la mañana.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Decidi escribir unas simples palabras para decir que me gustan mucho todas las entradas que hiciste. Su narracion, sus estructuras, son muy gratas y me hacen divertir a granel. Llegue a este blog, por el de Marcelo asi que la propaganda "interblog" funciono perfectamente.
Te saludo a vos, a Ramiro y espero que sigas construyendo este espacio.
Saludos

Anónimo dijo...

No se como llegué acá, de hecho no soy de andar por el mundo 'blogger', pero llegué y acá me quedo. Me encantó lo que escribiste y la manera. Mis felicitaciones, un abrazo!