jueves, 26 de julio de 2007

20.000 leguas de viaje por la Ruta 2

Arnés que parece super fácil de colocar; créanme, no lo es tanto

Me sorprende que en la Dirección de Tránsito nadie trate el verdadero
dilema vial: cómo transportar niños sin atropellar a nadie en el intento.

"El Che no habría hecho la Revolución si lo llevaba a éste en el asiento trasero", lanzó en medio del viaje mi marido, en un acto de deformación profesional que lo impulsa a tirar en el seno familiar aquellos bocadillos ocurrentes que no puede descargar en su trabajo cuando está de vacaciones. Se refería, como podrán sospechar, a Ramiro. Hemos decidido irnos unos días de vacaciones de invierno a la costa bonaerense, con todo lo que eso implica. Implica mucho.

Cuando Ramiro tenía pocos meses, por alguna razón que el resto del mundo consideraba una exageración pero a mí me parecía perfectamente normal, supe tomarme aviones de menos de una hora con él en brazos, mientras mi marido y Manuel, su hijo mayor, iban cuatro o cinco horas en auto para no dejar de tener un medio de locomoción propio en el destino. En ese entonces yo creía que era preferible estar manipulando en medio de un aeropuerto atestado el Nestum y la mamadera con una mano y sosteniendo con la otra a Ramiro que además acababa de ensuciar el pañal y vomitado toda su ropita, que tenerlo encerrado varias horas en un automóvil. Hoy debo admitir que en lugar de eso a tan corta edad habría dormido las cinco horas de viaje, mientras que actualmente, a sus 3 movedizos y caprichosos años, necesitaría sacar un voucher en Aerolíneas Argentinas por 10 años más sin límite de uso.

Maldita sillita de viaje, maldito percentil de talla largamente por encima de 100. Pese a no tener todavía la edad recomendada, por una cuestión de tamaño Ramiro debió pasar en este viaje de la sillita para niños al suplemento del asiento del auto que usan los nenes más grandecitos, junto con un arnés chiquito que nos arruinó la vida. Lo que a priori pareció un salto cualitativo terminó evidenciando la torpeza de mi marido y mía para interpretar las instrucciones más elementales, y la ya indisimulada impaciencia de Ramiro hacia ésta y otras varias incapacidades de sus progenitores. Todo el viaje resultó una queja hacia la incomodidad que le generaba el asientito, a todas luces chuecamente colocado y con el cinturón de seguridad y el arnesito trenzados en una batalla sin cuartel que amenazaba con provocarle a Ramiro una escoliosis crónica.

Posiblemente a raíz de que lo acostumbré al avión hasta para los tramos más ridículos -por ejemplo Buenos Aires-Rosario, tres horas por autopista-, Ramiro cree ahora que para llegar a destino el mecanismo debería ser más o menos el de la brujita de Hechizada, un pequeño movimiento con la punta de la nariz y ¡plop! ya estamos en Mar de las Pampas. Como mi marido y yo estamos todavía concentrados en dilucidar el asientito y el arnés, y no nos dedicamos aún a tratar de desarrollar la habilidad de desmaterializarnos y aparecer 400 kilómetros hacia el sur en cuestión de segundos, he aquí la segunda queja-leit-motiv del viaje: "¿por qué no vamos a Mar de las Paaaaaaaampas!!!!" "Estamos yendo, pero todavía faltan tres horas" no resultó un argumento que surtiera efecto visible alguno durante el resto del viaje.

Pobre Manuel. Como junto con la sillita de viaje Ramiro perdió su marco habitual de referencia para apoyar la cabecita, y por ello no lograba dormirse como todos estábamos esperando ansiosamente para tener un rato de paz, se dedicó casi toda la travesía a impedir que su hermano hiciera lo propio. Manuel, que también es enorme para sus 11 años, no sólo debe plegar sus piernas más allá de lo recomendable para quien desea dormir un rato, sino que ahora se le agregó el martilleo constante de la manito de Ramiro, quien al grito de "Manu dormilón, ¡¡despertaaaaate!!!" se dedicó a arruinarle la existencia durante casi cinco horas.

Este viaje también nos sirvió a mi marido y a mí como experiencia para tomar una decisión fundamental en nuestras vidas como progenitores: cuando se trata de enderezar la conducta de Ramiro, convendría que nos aferráramos a un curso de acción unificado y sostenido. Más fácil decirlo que hacerlo, por cierto. Le dijimos que lo íbamos a bajar del auto y dejarlo con las ovejitas al costado de la ruta. Se asustó tanto que se pasó media hora gritando que POR FAVOR lo dejáramos bajar y jugar con las ovejitas, que a todas luces le resultaban mejor compañía que nosotros. Volvimos a la carga con la policía caminera: qué podría resultar peor amenaza que quedar varado en un calabozo de campo. Ahí no estuvo tan de acuerdo, pero a juzgar por sus persistentes berrinches, tampoco pareció resultarle un castigo que valiera la pena el esfuerzo de portarse medianamente bien. Más tarde dio mucho menos resultado aún anticiparle que le diríamos al cocinero del restaurante en el que estábamos que lo echara a la calle; de hecho entró a la cocina del local y volvió con un helado en la mano. Es evidente que cualquier medida coercitiva pierde toda efectividad si uno no la aplica al menos de vez en cuando.

El tema del hogar a leña llevó el desafío a límites insospechados: antes de partir mi marido le comentó a Ramiro que la cabaña en la que nos alojaríamos tenía un hogar a leña, y Ramiro se pasó todo el viaje amenazándonos con tirarnos a todos al fuego.

No sé cómo será el viaje de vuelta, pero si hay algo que tengo totalmente claro es que, después de estas vacaciones, necesitaré unas vacaciones. Verdaderas.

jueves, 12 de julio de 2007

En nuestro patio hay un mundo por explorar

Casita suburbana acomodada parecida a las de los Backyardigans

La Pantera Rosa ni siquiera hablaba y causó furor;
¿qué necesidad hay de que hoy los dibujitos canten?

Voy confesar que me intriga cuántos de ustedes abandonaron la lectura de esta columna antes de empezar, al toparse con un título tan ampuloso, y cuántos en cambio se están matando de la risa porque saben perfectamente de qué estoy hablando.

Desde que Ramiro entró en la conflictiva fase de dejar los pañales, se produjeron también algunas regresiones. Refunfuña como cuando era chiquito, a veces gatea, pide una leche a cada rato, y prácticamente dejó de ver a los Power Rangers. Esto, que a priori parecería una ventaja si leen la columna anterior "Gimme the Power (Ranger)", me provoca hoy sentimientos encontrados porque no es que Ramiro mire ahora el programa sobre matemática de Paenza o las entrevistas de James Lipton en Inside the Actor's Studio, sino que volvió a ver los dibujitos de bebé que le gustaban antes.

Como habrán sospechado por el título los expertos dibujólogos, los elegidos de Ramiro hoy en día son los Backyardigans. Para los legos en la materia, los Backyardigans son cinco animalitos parlantes que juegan en una especie de patio común que une a sus casas y se pegan unos viajes bárbaros. Quiero decir, un día se imaginan al patio como el desierto del Sahara, otro como un lago en el que hacen kayak, otro día es un museo paleontológico.

Con Ramiro tenemos algunas diferencias creativas respecto de los Backyardigans, en particular en cuanto a los nombres. Con Pablo el pingüino no hay drama, ni tampoco con la hipopótama Tasha. Uniqua, una hormiguita rosada (!) ya provoca una grieta entre nosotros porque Ramiro la pronuncia de una manera, yo de otra y los doblajistas de una tercera forma.

En cortocircuito más grave se produce con el alce Tyrone y el canguro púrpura (!!) Austin. Ramiro los llama Tabón y Bofín, y no hay manera de moverlo de su postura. Lo cual no sería un problema si la convivencia entre su versión y la mía fuera pacífica, pero no lo es. Ramiro se enfurece cada vez que a mí me salen los nombres correctos, o lo que yo y Wikipedia entendemos como los nombres correctos. A propósito, qué falta de visión la de los adaptadores de la serie para América Latina. Qué les costaba ponerle Toto a Tyrone o Alejandro a Austin, quién se iba a enterar.

No sé a qué se dedicarán los papás de los Backyardigans, pero viendo las amplias casas suburbanas que tienen está claro que deben ser todos de clase media-alta. En cuanto a los soñadores protagonistas, todo indica que la producción les otorga francos rotativos, ya que casi nunca están los cinco juntos, sino que aparecen de a cuatro o incluso tres, acaso porque alguno de ellos se haya engripado. Por suerte no deben luchar con enemigos malos como los Power Rangers, que deben presentarse los cinco a trabajar sin falta porque si no se pudre todo.

A propósito, ¿soy la única que piensa que los doblajistas de esta serie cantan realmente muy, muy mal? Creo que Ramiro lo hace mucho mejor que quienes doblan a los muñequitos, y, digamos, es poco probable que las clases de música con la seño Agustina lo hayan formado ya como un tenor experimentado. Creo más bien que las composiciones del dibujito son horribles y -que me perdonen los doblajistas empezando por mi hermana Andy, quien no tiene nada que ver con los Backyardigans- la interpretación provoca otitis.

Pero también genera fanatismo entre los más chiquitos. Tanto es así, que ahí tenemos otra disputa entre Ramiro y yo: no logro acordarme la letra de la canción con que se despiden los Backyardigans, y que Ramiro baila desaforadamente como si se hubiera tomado un Speed. De ahí apaga la tele y nos vamos a la cama, momento tensionante no porque no se quiera dormir, cosa que hace sin problemas, sino porque siempre me pide que le cuente un cuento de los Backyardigans y le cante la canción de los Backyardigans. El cuento debe rememorar el capítulo que acabamos de ver, lo cual me obliga a prestar atención al dibujo cuando no necesariamente tengo tiempo o ganas, y con la canción entramos en colisión. Una y otra vez terminamos la jornada Ramiro protestando porque no entiende cómo todavía no me aprendí la letra del tema -para ser sincera, yo tampoco-, y yo pidiendo disculpas y prometiendo hacer mi mayor esfuerzo al otro día. Después viene papá a darle un beso y él sí le canta la canción. En realidad le canta cualquier cosa porque tampoco sabe la letra, pero Ramiro pacta con el fraude. Hombres, entre ellos se entienden.

jueves, 5 de julio de 2007

El pequeño dictador

Una de las tantas puertas que Ramiro no puede dejar en paz

Recuerdo cómo me intimidaba el recurrente "bajo mi techo se hace
lo que yo digo" de mis padres, y me digo: qué falta de carácter la mía.

Manu perdió la paciencia, y yo temo que pronto comience la Tercera Guerra Mundial. Si lo piensan, no es tan descabellado: no soy la única que cree que, en este mundo globalizado, súper interconectado y tecnológicamente avanzado, un día por una pavada doméstica un señor con acceso al Botón Rojo lo accionará y nos mandará a todos al horno. Ese incidente iniciador bien podría ser un altercado entre judíos y musulmanes, una disputa racista en algún suburbio parisino, una palabra de más pronunciada por algún ministro poco diplomático, o una pelea entre Ramiro y su hermano Manuel por quién ocupa la esquinita del sillón colorado para ver Los Simpson.

Quienes leyeron la columna anterior "Manutísimo" recordarán que, entre otros detalles, yo contaba cómo me sorprendía la paciencia con que Manuel, de 11 años, soportaba los embates de Ramiro. Hoy debo decir que no me sorprende en absoluto cómo ya no se los aguanta más, y realmente no es su culpa.

En los últimos tiempos, Ramiro pasó de ser un nene enérgico, divertido, de buen humor perenne y bastante obediente, a ser el Mussolini de Almagro. Y Manu no es el único que le pierde la paciencia, excepto que los adultos no podemos agarrarnos a las trompadas con un niño de 3 años.

Las puertas. Qué onda con las puertas. Acá quizá otros padres podrán ayudarme, porque ésta realmente no la tenía, y eso que yo me leo todo sobre crianza: desde hace un tiempo, Ramiro está obsesionado con cerrar todas las puertas de la casa, dejando a su paso gente encerrada en las distintas dependencias de nuestro hogar, porque en algún caso lo hace con tanto ahínco que se cae la manija y se complica la reapertura.

Todo comenzó cuando Ramiro empezó a aislarse para hacer caca, disculpen la falta de sutileza. Eso sí es un clásico: empiezan a esconderse y no quieren que uno los mire. Así, Ramiro empezó a encerrarse. Pero ahora lo hace todo el tiempo, y, lo que es peor, para acceder de un sector de la casa a otro hay que hacer toda la absurda pantomima de tocar el timbre y esperar que Ramiro abra la puerta, o levante la barrera para que pasen los autos, o cualquier otra opción de ésas que uno termina inventando y ante la cual agradece no estar participando de Gran Hermano y que todo el país esté viendo las ridiculeces que uno debe hacer para alcanzar el destino cocina, procedente del punto living, y preparar la ensalada.

Retomando el principio, la cosa se pasó de castaño oscuro con Manu. Ramiro reclama cada sector de sillón en el que a la sazón esté sentado su hermano, y con frecuencia pretende directamente vetarlo del área de la televisión, aun si Manu accede a mirar la programación que Ramiro elige y promete quedarse callado todo el tiempo. Como es obvio, un día Manu se cansó, empezaron a darse duro, y hoy estamos por eso al borde de la Tercera Guerra Mundial.

Pero Manu no es la única víctima de esta joven dictadura: el portero y el diariero, otrora figuras favoritas de Ramiro, cayeron en desgracia, cada uno a su turno. Ambos desplegaron estrategias para recuperar el afecto de Ramiro, con éxito desigual. Horacio el diariero encontró el yeite ofreciéndole bolsitas de plástico para que ponga el juguetito que Ramiro con frecuencia trae en la mano, hasta que una oferta tan modesta dejó de ser atractiva y el pequeño dictador volvió a darle la espalda cada vez que sale de casa. Domingo el portero se ve que tiene más calle: directamente lo soborna cada tarde con una golosina, que al principio era entregada a primera hora de la mañana, originándome un incontrolable ataque de urticaria. Ver columna anterior "El chupetín de las 8 de la mañana" para comprender.

Todos nos preguntamos a qué se debe este súbito cambio de carácter, y las opiniones difieren. Algunos consideran que el tema de dejar los pañales lo tiene un poco alterado, mi madre asegura que es un estado que dura hasta los cinco años -"después se ponen más colaboradores, pero pierden toda la gracia", afirma sin piedad-, y yo descubrí un buen recurso: digo que heredó el mal carácter de mi marido. Quienes lo conocen y saben que es más pacífico que Lassie suelen o bien reírse, o poner cara de desconcierto. Con este pequeño pase mágico, yo logro al menos distraer el pensamiento de quienes a lo mejor iban a llegar a la conclusión de que Ramiro está pareciéndose cada vez más a su mamá.