miércoles, 12 de septiembre de 2007

El Día del Maestro debería ser ilegal

Díganme si no da unas ganas locas de trompearlo

Si alguien sabe algo del paradero del hipopótamo
de Pumper Nic, hágamelo saber. Lo extraño.

Ok, a lo mejor podríamos partir la diferencia: si se pronostica buen tiempo le damos para adelante con el feriado, pero si se prevén lluvias, lo suspendemos. Maestros del país, comprendan: no pueden dejarnos tanto tiempo a solas con nuestros hijos.

Ramiro va al jardín sólo tres horas diarias, que con la ida y la vuelta a casa, previo paso una horita por la plaza, se termina haciendo toda la mañana. De modo que no creo estar pidiendo mucho si le reclamo al Profe Fer que, por favor, deje de lado su absurda pretensión de irse de parranda a celebrar con sus amigos maestros jardineros un día que en realidad debería dedicarle a mi hijo.

Estoy furiosa con la vida, por si no lo advirtieron. O conmigo misma. Sucumbí a la Maldita M.

Enfrente de casa hay un McDonald's que está allí desde antes que nos mudáramos a Almagro, hace dos años y pico, y nunca nos había causado ningún inconveniente. Por varias razones: la principal, mi marido y yo nos cuidamos con la comida, no nos gustan particularmente las hamburguesas ni las papas fritas de plástico, y además quienes hayan leído mi columna anterior "El chupetín de las 8 de la mañana" ya van intuyendo mi política hacia los locales de comida rápida y payasitos de sonrisa perenne.

Hasta hace poco, Ramiro no tenía mucha idea de lo que era McDonald's, sólo sabía que era uno de esos negocios de la cuadra a los que nunca entramos, como la ferretería casi llegando a la esquina, o el local que vende bolsitas de polietileno y artículos de telgopor atendido por un señor muy amable al que siempre saludamos, pero nunca le compramos nada.

Cada tanto nos parábamos a mirar los juguetitos que vienen en la cajita feliz y que, astutamente, la gente de McDonald's exhibe en la puerta como tentación para los niños. Pero nuestro vínculo con la marca nunca había superado la etapa de la simple observación, gracias a un hecho por demás providencial: por cuestiones laborales mi marido recibe periódicamente el set entero de juguetitos de la cajita feliz, gratis y sin la comida chatarra adosada. El paraíso en la tierra para una madre que estudia Nutrición.

En un momento la cosa amenazó con complicarse un poco: a la misma altura de nuestro balcón, cruzando la calle, se divisa claramente el pelotero de McDonald's y a toda hora pueden observarse párvulos disfrutando como locos de los juegos, después de haberse engullido en medio minuto una ración de colesterol puro que ya tendrán tiempo de lamentar dentro de 30 años.

Al rescate vino la abuela Jane, con un argumento que en su momento me pareció un tanto chapucero, poco creíble y ciertamente reclamable cuando Ramiro tenga más edad y comprenda mejor, pero que al final del día había surtido un fabuloso efecto: le dijo que esos juegos estaban sucios. Durante varios meses, para Ramiro esos juegos estaban sucios y ese ínfimo detalle ameritaba el aislamiento total y absoluto del conglomerado gastronómico que revolucionó la historia de la alimentación mundial.

Pero el feriado del Día del Maestro llegó en mal momento: tal parece que Ramiro había empezado un tiempo antes a revisar su postura en contra de los peloteros sucios, algo por otra parte imaginable en un crío que anda todo el día descalzo y con las plantas de los pies color azabache, exhibe las manchas de Serenito en la ropa como trofeos, y hace caca en los calzoncillos y la junta con sus manitos para tirarla al inodoro.

Como llovió y yo tenía cosas que hacer por el barrio, las opciones no eran muchas. Fuimos al correo, a la librería, al súper, y cuando enfilamos para casa faltaba como una hora y media para nuestra hora habitual del almuerzo, frontera a partir de la cual comienza la rutina diaria de Ramiro en casa.

Me pidió ir a los juegos de McDonald's, miré el cielo encapotado y me ganó la debilidad. Le compré la porción de papas fritas más diminutas del mercado -supongo que hasta yo me doy cuenta que ordenarle una ensalada del chef habría sido excesivo- y un agua mineral. Me comí yo misma casi toda la porción de papas de artificio, mientras Ramiro exudaba felicidad por los poros, deslizándose entre los tubos del pelotero sucio y lanzándoles rayos de Power Ranger a otros niños cuyas madres estaban evidentemente más familiarizadas y relajadas con la sumisión al imperio yanqui.

Cuando otros dos chicos saboreaban sus helados de plástico tras haber comido sus hamburguesas de caucho, Ramiro me pidió que también le comprara un helado. Con total naturalidad le dije que no, que ahora íbamos a almorzar y que en todo caso a la tarde podía ser que le comprara un helado. Las otras mamás dieron vuelta la cabeza para ver a la extraviada mental que adentro de un McDonald's le comunicaba a su hijo que en breve irían a casa a comer algo así como brócoli hervido.

Ya nada será igual entre mi hijo, McDonald's y yo: me pregunto cuánto demorará Ramiro en decirme adiós para siempre y correr detrás de la Maldita M. Estuve almorzando con el enemigo, y eso tiene consecuencias.

jueves, 16 de agosto de 2007

Había una vez

No creo que tenga marido para la semana que viene

Si Petete con su Libro Gordo siguiera dándoles las buenas noches
a los chicos desde la tele, la mitad de mis problemas estarían resueltos

Si en algo se parecen Ramiro y mi padre, es en que ambos estimulan en mí la inclinación literaria, cada uno a su modo y por sus propias razones.

Mi padre siempre soñó con que yo fuera escritora, algo que técnicamente no se dio, aunque siendo periodista tampoco es que caí a años luz de ese deseo. Además, es algo que todavía podría suceder, si algún día me visita una musa decente. Y en cuanto a Ramiro, bueno, sus aspiraciones son un poco más modestas: sólo exige que le cuente cuentos a la hora de dormir.

Cuando yo era chica me dedicaba a escribir cuentos y poemas para las maestras, y por cierto, era bastante territorial al respecto. Un día otra nena llevó una poesía que yo detecté de inmediato que era un plagio flagrante de la primera página del Anteojito, y la hice confesar delante de toda la clase, en un hecho que me persigue y avergüenza desde el día en que advertí que había sido un acto más bien canalla e innecesario.

Acaso por aquel desliz o por el simple paso del tiempo y acumulación de obligaciones mi veta literaria fue aletargándose, y hoy en día ya casi no se me ocurren historias de ficción que valgan la pena revelar a terceros. Gracias a Dios, Ramiro no es un público exigente.

Cuando Ramiro era muy chiquito yo había inventado una historia que le gustaba, y todas las noches le contaba la misma; ambos nos la sabíamos de memoria hasta el último punto. De este modo hice la plancha durante meses y por un tiempo pensé que había zafado para siempre en términos creativos, hasta que mi hijo empezó a reclamar un cambio de aire literario.

Entonces surgió la práctica que mantenemos aún hoy de reproducir la historia del dibujito animado que acabamos de ver, al cual puedo o no haberle prestado atención. En el segundo caso la versión resulta extremadamente libre, y algunas veces juraría que Ramiro advierte la fruta que le estoy mandando, pero o bien elige hacerse el sota o bien ya se encuentra en un estado de somnolencia que le desactiva el reflejo del reproche.

Otras veces se me ocurre alguna pequeña idea divertida, y Ramiro se engancha. De ahí desgrano un cuento que por lo general suele ser entre mediocre y definitivamente básico, y que cuando termino de contarlo ruego al cielo que nadie haya instalado micrófonos ocultos en la habitación de Ramiro, y que eso de la amnesia de los 5 años sea cierto, y en el futuro mi hijo nunca recuerde mi pavorosa falta de compromiso a la hora de inventarle historias para dormir.

No sé si porque soy una madre babosa o porque intento elevar la autoestima de mi hijo, mis cuentos siempre empiezan con que había una vez un nene llamado Ramiro, obsesión que hasta a él a veces le parece un exceso, porque de pronto me pide un cuento de Winnie Pooh y yo empiezo con que había una vez un nene llamado Ramiro. "No, un oso llamado Winnie Pooh", me frena en seco. Y, en una pequeña batalla absurda me mantengo en mis trece diciendo "sí, un nene llamado Ramiro que conocía a un oso llamado Winnie Pooh".

Mis historias suelen ser sencillas y previsibles, pero alguna que otra vez intento saltos cualitativos que no siempre terminan bien. Hace poco intenté matar dos pájaros de un tiro, y filtrar en el cuentito de las buenas noches el tema del control de esfínteres, que todavía no tenemos completamente resuelto. Como suelo hacer en este blog, coloqué como víctima a mi marido, y ahora temo que Ramiro le haya perdido el respeto.

Así fue como papá salió un día a la calle con un calzoncillo rosado, y Horacio el diariero le advirtió que parecía una nena. Primer error apuntado por Ramiro: las nenas no usan calzoncillos, ni siquiera rosados. Ok, Horacio le dijo que, si fuera una bombachita, parecería una nena. Segunda objeción: ¿pero no tenía pantalones? Me sentí al borde de la tragedia: hasta a mi hijo de 3 años mi consigna le resultaba un despropósito. No, bueno, en realidad por alguna razón que la autora -yo- no explicaba (porque no tenía ni idea cómo llegamos a ese ridículo lugar en cuestión de segundos), papá salió a la calle con un calzoncillo rosado y sin pantalones. Y se encontró con Domingo el portero, con Gustavo de la calesita y, finalmente, con su mamá, quien logró convencerlo de que lo más conveniente era salir a la calle con el atuendo completo y, en lo posible, un calzoncillo de algún color algo más tradicional. Acaso este último elemento haya sido el más absurdo de todo el cuento: que mi marido hubiera atendido precisamente al consejo de mi suegra. Afortunadamente, esta gaffe no fue advertida por Ramiro.

El cuento de papá en calzoncillo rosa me dejó un poco traumada. Ramiro me lo pide una y otra vez, y yo no veo la hora de que exija una renovación argumental y aquella historia inadmisible sea barrida dentro de un tiempo por la salvadora amnesia de los 5 años. Estoy considerando seriamente la opción a la que recurren los padres razonables: hacerme de un par de libritos de cuentos escritos por gente que se dedica profesionalmente a ello, con un par de correcciones antes de ser impresos, sujetos a críticas de expertos, releídos y repensados varias veces antes de llegar a oídos de los niños. Ninguno empezará con que había una vez un nene llamado Ramiro, pero al menos es de esperarse que dejen a salvo la figura paterna y otros pilares de la psicología infantil.

viernes, 10 de agosto de 2007

Manos a la obra

Esperpento vergonzoso que salió de mi lápiz cuando Ramiro pidió un murciélago

Veo las ovejitas saltar la valla en una noche de insomnio y pienso:
si las imagino con tanta claridad, ¿por qué al dibujarlas se parecen
más bien al peluquero de mi suegra?

Hace poco tuve que estudiar las leyes de Mendel sobre herencia genética, y en un momento juro que entré en pánico. No tanto por el final de Biología, que afortunadamente aprobé sin mayores sobresaltos, sino por la constatación científico-académica de algo que ya venía sospechando desde hace rato: Ramiro tiene alrededor del 75 por ciento de chances de ser el más torpe de la clase, del barrio y, si se casa el día de mañana, de su pareja y/o familia.

Mi padre es arquitecto, lo cual debería garantizar al menos un par de genes, una que otra moleculita de ADN que codifique alguna mínima habilidad para el dibujo o las manualidades. Como es habitual en muchos rasgos hereditarios, si es que esto es así quiera Dios que tal característica se exprese en este caso a generación salteada, ya que a mí no me tocó un ápice de habilidad manual. Por línea paterna, Ramiro está más que desahuciado, a juzgar por la discapacidad de mi marido para, por ejemplo, pegar correctamente las tiritas del pañal o doblar una remera.

Ramiro aprendió a pelar los caramelos solito desde muy chico, y siempre sospeché que esta capacidad extraordinaria no se debió a un talento innato, sino más bien a una suerte de instinto de supervivencia: yo soy tan torpe con las manos y tardo tanto en quitarle el papel a una golosina, que logré que un bebé con su típica falta de paciencia lograra desarrollar habilidades impensadas para su edad. De más está decir que desde hace rato Ramiro pela los caramelos más rápido que yo.

Antes del jardín la torpeza se expresaba puertas adentro, y no había por qué salir a difundirlo por los barrios. Pero el ingreso a la vida educativa resulta una pesadilla para aquellos padres que no tienen del todo claro con qué mano agarrar la tijera, ni saben distinguir bien el papel crepé del papel afiche.

En salita de 2 años, Ramiro y sus compañeros llevaron un día a casa una ovejita que habían hecho en clase. Las mamás y/o papás debíamos devolver la ovejita unos días más tarde, con una casita construida manualmente ad-hoc. No había más instrucciones ni especificaciones de ningún tipo: una casita para la ovejita. A mí me bajó la presión durante unas horas, hasta que se me ocurrió lo que por entonces consideré la idea del siglo: pegar algodón sobre la superficie de una cajita de cartón que había sido de unas zapatillas de Ramiro y recortarle una puertita por donde entraría la oveja. Fácil, atractiva, suavecita y a tono con la consigna -el vínculo conceptual ovejita-algodón me parecía un hallazgo-. Al otro día deposité a mi hijo en el jardín, muy oronda blandiendo la manualidad bien alto para que se apreciara públicamente. La mitad del algodón se había caído y creo que se leía la marca de calzado "Plumita", mientras la puertita, un tanto desproporcionada, no era del todo capaz de retener adentro a la ovejita; pero el espíritu del trabajo permanecía intacto. Sólo llegué a ver otra casita, que traía la mamá de Tomy. Estaba toda hecha de tela, bordada hasta en los detalles más insignificantes, con una puertita de tul que permitía ver adentro, muy feliz y sobre todo bien contenida en la casita, a la ovejita de Tomy. Me dije a mí misma que por el guardapolvo la mamá de Tomy, obvio, es maestra, que quizá viniera de una familia pobre en la que aprendió a remendar ropa usada para pasar el invierno, y que era muy posible que le sobrara el tiempo porque acaso tuviera una vida un tanto vacía y un matrimonio infeliz.

En el jardín Ramiro también empezó a desarrollar la típica inquietud por el dibujo. Y, como es habitual en los niños, me pide que le dibuje cosas que me dan ganas de pedirle si por favor puede hacerme un esquemita en lápiz, yo se lo pinto encima y pretendemos que mamá se lo dibujó.

El otro día el profe Fernando, su maestro jardinero, les contó que se había asustado tremendamente por un murciélago que apareció en su casa. O al menos eso es lo que me contó convencidísimo Ramiro cuando vino del jardín, aunque en la reunión de padres le pregunté al profe Fer por el tema y o bien no recordaba el incidente, o no había sido tan terrorífico como lo había descrito Ramiro, o mi hijo ya está listo para el Premio Nobel de Literatura Fantástica. Lo cierto es que me exigió que le dibujara un murciélago, como quien ordena un café en un bar. Para mí es como pedirme que le explique, en cinco minutos, cómo se calculan integrales y derivadas a un rinoceronte.

El resultado de mi esfuerzo me dio una profunda vergüenza, y todavía no sé si elegí ese dibujo para ilustrar esta columna en una suerte de acto de contrición, o por puro masoquismo. Si de algo estoy segura es que describe a las claras los extremos a los que puede llegar mi deficiencia motriz, la misma que temo con horror que Ramiro herede cumpliendo las mayores probabilidades que le asignan las leyes de Mendel.

Otro día me pidió un pajarito, y si bien tampoco surgió de mi pluma una versión muy fidedigna de la realidad, se le acercaba un poco más. Tuve mis dudas sin embargo de que Yamila, la niñera, supiera interpretar la idea cuando, después de la siesta de Ramiro, ella tomara las riendas de la situación y del block de dibujo de mi hijo. Como soy torpe pero muy escrupulosa para cuidar la coherencia y la continuidad lógica en la formación de Ramiro, le dejé a Yamila una notita que decía "hagamos de cuenta que es un pajarito".

Pero no sólo los vestigios cromosómicos de mi padre podrían salvar a Ramiro de la torpeza absoluta: el profe Fer es increíblemente hábil, y un año haciendo manualidades con él -no sólo en la Sala Roja, sino también en el taller de plástica de los miércoles- deberían ejercer sobre mi hijo algún tipo de influencia positiva que lo abstraiga de la incapacidad manual de su entorno doméstico.

Sin embargo, no todo es un lecho de rosas para los hábiles: cuando el jardín presentó una muestra de manualidades en mayo pasado, la sala comandada por el profe Fer resultó, con toda claridad, la oferta más atractiva de todas, cosechando elogios de padres y abuelos, pero también cuchicheos y miradas maliciosas entre sus colegas maestras jardineras. La seño Carola, maestra de Ramiro el año pasado, me contó los jugosos entretelones: el profe Fer va haciendo, aparentemente junto con su novia, los trabajitos con paciencia de araña todos los días un poquito desde el inicio del ciclo lectivo, y los guarda en grandes bolsas negras de nylon. Recién el mismo día que preparan la muestra, va sacando, de a poquito y con cara de regocijo, todas las manualidades. Éstas no paran de emerger de la gran cantidad de bolsas acumuladas, para envidia de sus pares, que un buen rato antes ya habían dispuesto el modesto -humano, razonable- producto de su esfuerzo sobre las mesas, opacado totalmente por las maravillas del profe Fer. Temo que algún día, en un rapto de furia, se produzca en el jardín una guerra de brillantina o un atentado con bombas de telgopor entre el profe Fer, su novia y las otras seños. No me lo pierdo por nada del mundo.

jueves, 2 de agosto de 2007

El factor Manuel

Batería de implementos que necesita Manu para peinarse para una fiesta

Observo a mi marido bañarse por tercera vez en el día y pienso: lo que
debe haber sido de adolescente si ahora tiene tanta ducha por recuperar.

Voy a aprovechar que Ramiro todavía no lee ni interpreta, porque con los celos que le tiene al hermano si se enterara de que voy a dedicarle una columna de su blog a Manuel, creo que incendia todo Almagro. Pero se me impone la licencia: no puedo hacer un blog por cada integrante de la familia, así que por esta vez tomo prestado el de Ramiro para hablar del hijo mayor de mi marido, cuyas particularidades a esta altura merecen un post.

Manuel tiene 11 años, edad en la que en mi época éramos casi lactantes, mientras que hoy se llaman a sí mismos púberes o preadolescentes, y actúan en consecuencia. Ya están obsesionados con las chicas, aunque éstas suelen ir un poquito rezagadas; en las fiestas ellos las persiguen con el juego de la botellita -algunas cosas, sorprendentemente, no han cambiado tanto-, pero muchas de ellas todavía huyen de los besos en la boca como si hubieran visto al diablo. Sospecho que la truchada actual de festejar acá también Halloween partió de unos púberes urgidos de encontrar un nuevo marco para imponer el juego de la botellita.

Manu padece un caso grave de cinefilia. El otro día hacíamos cuentas: a su corta edad ya vio tantas películas o más que un adulto entrado en años, por no mencionar que se les atreve a un montón de clásicos en blanco y negro, y a algunos films de miedo y suspenso que a mí me crispan tanto que no los puedo ver ni a mis 38 años. Como mencioné en una columna anterior, ya escribió, co-dirigió y protagonizó su propio cortometraje, que, por cierto, se exhibió hace poco en algunos festivales de Asia y creo que está programado en varios más. Hoy en día refunfuña porque no se le ocurrió a tiempo hacer una panorámica desde el cielo y, por supuesto, le da una vergüenza bárbara mirarlo.

Gracias a Dios también sale a la calle, juega al fútbol y le gustan las chicas. Esto último sobre todo. Uno de los temas preponderantes en su vida actualmente es el look, cuyas bases estéticas no necesariamente coinciden con lo que los adultos consideramos deseable. Por ejemplo, lo que él califica como un corte de pelo "cool" para mí es un nido de caranchos e incluso llamarlo "corte de pelo" es casi una excentricidad; "ausencia del mismo" sería una descripción más acertada. Pero he aquí un nido de caranchos que, a diferencia de por ejemplo la moda hippie, exige toda una movida de producción: el otro día Manu se preparaba para ir a una fiesta y tuve que hacerle de peluquera: planchita para el flequillo hacia el costado y tapando bien a propósito el ojo izquierdo, y enruladora para unos pirinchos que le salían a los costados de la nuca y que para mí habrían estado mucho mejor discretamente escondidos que así paraditos como diciendo "ey, aquí estoy, miren cómo me escapo del peinado".

Desde hace un tiempo usa además un saco tipo Leonardo Simmons, que Dios lo tenga en la gloria, y un sombrero parecido al que usaba mi abuelo para ir a misa; bufandita colocada estilo negligé -o sea, no abriga ni media amígdala- y un pulóver de rombos que fue verlo en la vidriera y enamorarse de tal modo que para lavarlo hay que extirpárselo con bisturí y correrlo por toda la casa. Al pulóver.

El otro día estaba tirado en el sillón, mirando tele a la medianoche, totalmente superproducido para ningún público en absoluto. Se me ocurrió tirar el chiste "¿a qué hora arranca el horario de protección al niño lookeado?", y fue poco menos que si hubiera hecho un chiste involuntario con alguien que se acababa de morir, tipo los que le salen tan bien a Mario Pergolini. Tal parece que mi marido había lanzado un chascarrillo similar un rato antes, y el mismo no había encontrado una recepción jocosa por parte de Manu, que reaccionó más bien ofendido y ofuscado, como buen púber que él dice que es.

La buena noticia es que Ramiro, que habitualmente le envidia todo a Manu, quiere tener lo que él tiene y suele imitarlo en casi todo, por fortuna no entró todavía en la onda pelito-carancho/saco-Leonardo/bufanda-improductiva/sombrero-para-qué-cuernos. Ni en la movida chicas-botellita-besos en la boca. Pero como viene la cosa, si los chicos de hoy son preadolescentes a los 11 años, me imagino que a Ramiro, con sus 3 recién cumplidos, le quedan con suerte cuatro o cinco más de niño. Que Dios me ayude cuando cumpla 9.

jueves, 26 de julio de 2007

20.000 leguas de viaje por la Ruta 2

Arnés que parece super fácil de colocar; créanme, no lo es tanto

Me sorprende que en la Dirección de Tránsito nadie trate el verdadero
dilema vial: cómo transportar niños sin atropellar a nadie en el intento.

"El Che no habría hecho la Revolución si lo llevaba a éste en el asiento trasero", lanzó en medio del viaje mi marido, en un acto de deformación profesional que lo impulsa a tirar en el seno familiar aquellos bocadillos ocurrentes que no puede descargar en su trabajo cuando está de vacaciones. Se refería, como podrán sospechar, a Ramiro. Hemos decidido irnos unos días de vacaciones de invierno a la costa bonaerense, con todo lo que eso implica. Implica mucho.

Cuando Ramiro tenía pocos meses, por alguna razón que el resto del mundo consideraba una exageración pero a mí me parecía perfectamente normal, supe tomarme aviones de menos de una hora con él en brazos, mientras mi marido y Manuel, su hijo mayor, iban cuatro o cinco horas en auto para no dejar de tener un medio de locomoción propio en el destino. En ese entonces yo creía que era preferible estar manipulando en medio de un aeropuerto atestado el Nestum y la mamadera con una mano y sosteniendo con la otra a Ramiro que además acababa de ensuciar el pañal y vomitado toda su ropita, que tenerlo encerrado varias horas en un automóvil. Hoy debo admitir que en lugar de eso a tan corta edad habría dormido las cinco horas de viaje, mientras que actualmente, a sus 3 movedizos y caprichosos años, necesitaría sacar un voucher en Aerolíneas Argentinas por 10 años más sin límite de uso.

Maldita sillita de viaje, maldito percentil de talla largamente por encima de 100. Pese a no tener todavía la edad recomendada, por una cuestión de tamaño Ramiro debió pasar en este viaje de la sillita para niños al suplemento del asiento del auto que usan los nenes más grandecitos, junto con un arnés chiquito que nos arruinó la vida. Lo que a priori pareció un salto cualitativo terminó evidenciando la torpeza de mi marido y mía para interpretar las instrucciones más elementales, y la ya indisimulada impaciencia de Ramiro hacia ésta y otras varias incapacidades de sus progenitores. Todo el viaje resultó una queja hacia la incomodidad que le generaba el asientito, a todas luces chuecamente colocado y con el cinturón de seguridad y el arnesito trenzados en una batalla sin cuartel que amenazaba con provocarle a Ramiro una escoliosis crónica.

Posiblemente a raíz de que lo acostumbré al avión hasta para los tramos más ridículos -por ejemplo Buenos Aires-Rosario, tres horas por autopista-, Ramiro cree ahora que para llegar a destino el mecanismo debería ser más o menos el de la brujita de Hechizada, un pequeño movimiento con la punta de la nariz y ¡plop! ya estamos en Mar de las Pampas. Como mi marido y yo estamos todavía concentrados en dilucidar el asientito y el arnés, y no nos dedicamos aún a tratar de desarrollar la habilidad de desmaterializarnos y aparecer 400 kilómetros hacia el sur en cuestión de segundos, he aquí la segunda queja-leit-motiv del viaje: "¿por qué no vamos a Mar de las Paaaaaaaampas!!!!" "Estamos yendo, pero todavía faltan tres horas" no resultó un argumento que surtiera efecto visible alguno durante el resto del viaje.

Pobre Manuel. Como junto con la sillita de viaje Ramiro perdió su marco habitual de referencia para apoyar la cabecita, y por ello no lograba dormirse como todos estábamos esperando ansiosamente para tener un rato de paz, se dedicó casi toda la travesía a impedir que su hermano hiciera lo propio. Manuel, que también es enorme para sus 11 años, no sólo debe plegar sus piernas más allá de lo recomendable para quien desea dormir un rato, sino que ahora se le agregó el martilleo constante de la manito de Ramiro, quien al grito de "Manu dormilón, ¡¡despertaaaaate!!!" se dedicó a arruinarle la existencia durante casi cinco horas.

Este viaje también nos sirvió a mi marido y a mí como experiencia para tomar una decisión fundamental en nuestras vidas como progenitores: cuando se trata de enderezar la conducta de Ramiro, convendría que nos aferráramos a un curso de acción unificado y sostenido. Más fácil decirlo que hacerlo, por cierto. Le dijimos que lo íbamos a bajar del auto y dejarlo con las ovejitas al costado de la ruta. Se asustó tanto que se pasó media hora gritando que POR FAVOR lo dejáramos bajar y jugar con las ovejitas, que a todas luces le resultaban mejor compañía que nosotros. Volvimos a la carga con la policía caminera: qué podría resultar peor amenaza que quedar varado en un calabozo de campo. Ahí no estuvo tan de acuerdo, pero a juzgar por sus persistentes berrinches, tampoco pareció resultarle un castigo que valiera la pena el esfuerzo de portarse medianamente bien. Más tarde dio mucho menos resultado aún anticiparle que le diríamos al cocinero del restaurante en el que estábamos que lo echara a la calle; de hecho entró a la cocina del local y volvió con un helado en la mano. Es evidente que cualquier medida coercitiva pierde toda efectividad si uno no la aplica al menos de vez en cuando.

El tema del hogar a leña llevó el desafío a límites insospechados: antes de partir mi marido le comentó a Ramiro que la cabaña en la que nos alojaríamos tenía un hogar a leña, y Ramiro se pasó todo el viaje amenazándonos con tirarnos a todos al fuego.

No sé cómo será el viaje de vuelta, pero si hay algo que tengo totalmente claro es que, después de estas vacaciones, necesitaré unas vacaciones. Verdaderas.

jueves, 12 de julio de 2007

En nuestro patio hay un mundo por explorar

Casita suburbana acomodada parecida a las de los Backyardigans

La Pantera Rosa ni siquiera hablaba y causó furor;
¿qué necesidad hay de que hoy los dibujitos canten?

Voy confesar que me intriga cuántos de ustedes abandonaron la lectura de esta columna antes de empezar, al toparse con un título tan ampuloso, y cuántos en cambio se están matando de la risa porque saben perfectamente de qué estoy hablando.

Desde que Ramiro entró en la conflictiva fase de dejar los pañales, se produjeron también algunas regresiones. Refunfuña como cuando era chiquito, a veces gatea, pide una leche a cada rato, y prácticamente dejó de ver a los Power Rangers. Esto, que a priori parecería una ventaja si leen la columna anterior "Gimme the Power (Ranger)", me provoca hoy sentimientos encontrados porque no es que Ramiro mire ahora el programa sobre matemática de Paenza o las entrevistas de James Lipton en Inside the Actor's Studio, sino que volvió a ver los dibujitos de bebé que le gustaban antes.

Como habrán sospechado por el título los expertos dibujólogos, los elegidos de Ramiro hoy en día son los Backyardigans. Para los legos en la materia, los Backyardigans son cinco animalitos parlantes que juegan en una especie de patio común que une a sus casas y se pegan unos viajes bárbaros. Quiero decir, un día se imaginan al patio como el desierto del Sahara, otro como un lago en el que hacen kayak, otro día es un museo paleontológico.

Con Ramiro tenemos algunas diferencias creativas respecto de los Backyardigans, en particular en cuanto a los nombres. Con Pablo el pingüino no hay drama, ni tampoco con la hipopótama Tasha. Uniqua, una hormiguita rosada (!) ya provoca una grieta entre nosotros porque Ramiro la pronuncia de una manera, yo de otra y los doblajistas de una tercera forma.

En cortocircuito más grave se produce con el alce Tyrone y el canguro púrpura (!!) Austin. Ramiro los llama Tabón y Bofín, y no hay manera de moverlo de su postura. Lo cual no sería un problema si la convivencia entre su versión y la mía fuera pacífica, pero no lo es. Ramiro se enfurece cada vez que a mí me salen los nombres correctos, o lo que yo y Wikipedia entendemos como los nombres correctos. A propósito, qué falta de visión la de los adaptadores de la serie para América Latina. Qué les costaba ponerle Toto a Tyrone o Alejandro a Austin, quién se iba a enterar.

No sé a qué se dedicarán los papás de los Backyardigans, pero viendo las amplias casas suburbanas que tienen está claro que deben ser todos de clase media-alta. En cuanto a los soñadores protagonistas, todo indica que la producción les otorga francos rotativos, ya que casi nunca están los cinco juntos, sino que aparecen de a cuatro o incluso tres, acaso porque alguno de ellos se haya engripado. Por suerte no deben luchar con enemigos malos como los Power Rangers, que deben presentarse los cinco a trabajar sin falta porque si no se pudre todo.

A propósito, ¿soy la única que piensa que los doblajistas de esta serie cantan realmente muy, muy mal? Creo que Ramiro lo hace mucho mejor que quienes doblan a los muñequitos, y, digamos, es poco probable que las clases de música con la seño Agustina lo hayan formado ya como un tenor experimentado. Creo más bien que las composiciones del dibujito son horribles y -que me perdonen los doblajistas empezando por mi hermana Andy, quien no tiene nada que ver con los Backyardigans- la interpretación provoca otitis.

Pero también genera fanatismo entre los más chiquitos. Tanto es así, que ahí tenemos otra disputa entre Ramiro y yo: no logro acordarme la letra de la canción con que se despiden los Backyardigans, y que Ramiro baila desaforadamente como si se hubiera tomado un Speed. De ahí apaga la tele y nos vamos a la cama, momento tensionante no porque no se quiera dormir, cosa que hace sin problemas, sino porque siempre me pide que le cuente un cuento de los Backyardigans y le cante la canción de los Backyardigans. El cuento debe rememorar el capítulo que acabamos de ver, lo cual me obliga a prestar atención al dibujo cuando no necesariamente tengo tiempo o ganas, y con la canción entramos en colisión. Una y otra vez terminamos la jornada Ramiro protestando porque no entiende cómo todavía no me aprendí la letra del tema -para ser sincera, yo tampoco-, y yo pidiendo disculpas y prometiendo hacer mi mayor esfuerzo al otro día. Después viene papá a darle un beso y él sí le canta la canción. En realidad le canta cualquier cosa porque tampoco sabe la letra, pero Ramiro pacta con el fraude. Hombres, entre ellos se entienden.

jueves, 5 de julio de 2007

El pequeño dictador

Una de las tantas puertas que Ramiro no puede dejar en paz

Recuerdo cómo me intimidaba el recurrente "bajo mi techo se hace
lo que yo digo" de mis padres, y me digo: qué falta de carácter la mía.

Manu perdió la paciencia, y yo temo que pronto comience la Tercera Guerra Mundial. Si lo piensan, no es tan descabellado: no soy la única que cree que, en este mundo globalizado, súper interconectado y tecnológicamente avanzado, un día por una pavada doméstica un señor con acceso al Botón Rojo lo accionará y nos mandará a todos al horno. Ese incidente iniciador bien podría ser un altercado entre judíos y musulmanes, una disputa racista en algún suburbio parisino, una palabra de más pronunciada por algún ministro poco diplomático, o una pelea entre Ramiro y su hermano Manuel por quién ocupa la esquinita del sillón colorado para ver Los Simpson.

Quienes leyeron la columna anterior "Manutísimo" recordarán que, entre otros detalles, yo contaba cómo me sorprendía la paciencia con que Manuel, de 11 años, soportaba los embates de Ramiro. Hoy debo decir que no me sorprende en absoluto cómo ya no se los aguanta más, y realmente no es su culpa.

En los últimos tiempos, Ramiro pasó de ser un nene enérgico, divertido, de buen humor perenne y bastante obediente, a ser el Mussolini de Almagro. Y Manu no es el único que le pierde la paciencia, excepto que los adultos no podemos agarrarnos a las trompadas con un niño de 3 años.

Las puertas. Qué onda con las puertas. Acá quizá otros padres podrán ayudarme, porque ésta realmente no la tenía, y eso que yo me leo todo sobre crianza: desde hace un tiempo, Ramiro está obsesionado con cerrar todas las puertas de la casa, dejando a su paso gente encerrada en las distintas dependencias de nuestro hogar, porque en algún caso lo hace con tanto ahínco que se cae la manija y se complica la reapertura.

Todo comenzó cuando Ramiro empezó a aislarse para hacer caca, disculpen la falta de sutileza. Eso sí es un clásico: empiezan a esconderse y no quieren que uno los mire. Así, Ramiro empezó a encerrarse. Pero ahora lo hace todo el tiempo, y, lo que es peor, para acceder de un sector de la casa a otro hay que hacer toda la absurda pantomima de tocar el timbre y esperar que Ramiro abra la puerta, o levante la barrera para que pasen los autos, o cualquier otra opción de ésas que uno termina inventando y ante la cual agradece no estar participando de Gran Hermano y que todo el país esté viendo las ridiculeces que uno debe hacer para alcanzar el destino cocina, procedente del punto living, y preparar la ensalada.

Retomando el principio, la cosa se pasó de castaño oscuro con Manu. Ramiro reclama cada sector de sillón en el que a la sazón esté sentado su hermano, y con frecuencia pretende directamente vetarlo del área de la televisión, aun si Manu accede a mirar la programación que Ramiro elige y promete quedarse callado todo el tiempo. Como es obvio, un día Manu se cansó, empezaron a darse duro, y hoy estamos por eso al borde de la Tercera Guerra Mundial.

Pero Manu no es la única víctima de esta joven dictadura: el portero y el diariero, otrora figuras favoritas de Ramiro, cayeron en desgracia, cada uno a su turno. Ambos desplegaron estrategias para recuperar el afecto de Ramiro, con éxito desigual. Horacio el diariero encontró el yeite ofreciéndole bolsitas de plástico para que ponga el juguetito que Ramiro con frecuencia trae en la mano, hasta que una oferta tan modesta dejó de ser atractiva y el pequeño dictador volvió a darle la espalda cada vez que sale de casa. Domingo el portero se ve que tiene más calle: directamente lo soborna cada tarde con una golosina, que al principio era entregada a primera hora de la mañana, originándome un incontrolable ataque de urticaria. Ver columna anterior "El chupetín de las 8 de la mañana" para comprender.

Todos nos preguntamos a qué se debe este súbito cambio de carácter, y las opiniones difieren. Algunos consideran que el tema de dejar los pañales lo tiene un poco alterado, mi madre asegura que es un estado que dura hasta los cinco años -"después se ponen más colaboradores, pero pierden toda la gracia", afirma sin piedad-, y yo descubrí un buen recurso: digo que heredó el mal carácter de mi marido. Quienes lo conocen y saben que es más pacífico que Lassie suelen o bien reírse, o poner cara de desconcierto. Con este pequeño pase mágico, yo logro al menos distraer el pensamiento de quienes a lo mejor iban a llegar a la conclusión de que Ramiro está pareciéndose cada vez más a su mamá.

martes, 26 de junio de 2007

Feliz cumpleaños


Chizitos que para el papá de Nico representan a Lucifer

Honestamente, me gustaba más cuando yo decidía todo sobre el salón,
la animación y los invitados, y mi hijo ni se enteraba de que había cumplido años.

Por fin llegó el día. Con Ramiro, cada espera de "el día" siempre resultó particularmente prolongada. Ramiro nació unas pocas horas pasada la fecha de parto estimada por el médico, y sin embargo desde hacía una semana todo el mundo me decía "cómo se está atrasando", algo que por otra parte es de lo más normal. Cuando iba a cumplir un año ya hacía dos meses que caminaba, corría, saltaba y trotaba, de modo que resultaba difícil creer que recién tuviera un año. Para el siguiente cumpleaños había adquirido un tamaño decomunal y yo no veía la hora de que por fin tuviera como mínimo dos años, algo más acorde a su contextura física, y ahora que estaba por cumplir tres, la espera nuevamente se hizo eterna, en especial teniendo en cuenta que es el más chico de la clase por edad, pero el más grande físicamente por lejos.

Por fortuna, el cumpleaños transcurrió más o menos por carriles normales. No parecía que fuera a ser así unos días antes.

No tanto por la fiebre que tuvo los dos días previos, una bromita que suelen hacer los nenes frente a los momentos importantes como para ponernos bien nerviosos y obligarnos a pensar en suspensiones y en planes B, sino más bien por cierta actitud hostil que venía sosteniendo Ramiro desde hacía ya un par de meses.

Hace un tiempo, Ramiro empezó a decir que no quería que en su cumpleaños hubiera muchos chicos "porque va a ser un lío". En rigor, sólo quería que asistiera Yamila, su niñera. De nada sirvió que le explicáramos una y otra vez que, por empezar, festejar un cumpleaños en un salón sin chicos de su edad no tendría demasiada gracia, y que por otro lado, Yamila ya había superado en varios años la edad límite para ingresar al pelotero, aunque se quitara los zapatos. El se mantenía en su postura y hasta el día anterior seguía diciendo que no quería otros chicos en la fiesta.

Yo ya me imaginaba a Ramiro contratando un patovica para que rechazara niños en la entrada del salón, portando una fotografía de Yamila para reconocerla cuando llegara y extenderle la alfombra roja. Peor, me imaginaba al patovica trompeando a Matías, Catu y Aluminé, a mí declarando en la comisaría y a mi marido vestido con esos trajes rayados que tan poco favorecen la imagen de uno en las fotografías.

Por alguna razón, no hubo patovica y Ramiro finalmente le permitió la entrada a todo el mundo. Incluyendo a varios nenes que no tenía idea de quiénes eran. Porque los padres hacemos esas cosas: invitamos al cumpleaños de nuestros hijos a los niños de gente que NOSOTROS conocemos y que NOSOTROS queremos que vengan, sin siquiera consultarles a los agasajados.

Fue el caso de Abril, la diminuta hija de mi amiga Ivonne, que no sólo tiene un año menos que Ramiro, sino que al lado de él su tamaño es liliputiense. Y el de Carolina y Julián, los mellizos de mi amiga de la infancia Erica, quienes se habían visto con Ramiro la última vez creo que cuando ellos tenían ocho meses y Ramiro un año más. En un momento del festejo, mientras comían panchos y papas fritas, Ramiro se sentó en el medio de Abril y Carolina y las empezó a mirar fijo, como diciéndoles: ey, ustedes dos, qué onda. Se confundieron de cumpleaños.

Mientras tanto, Nico Del Chupete, el hijo de mi amiga Claudia -de quien me complace anunciar que entre la anterior columna "Cucupeto", donde lo traté de mudito, y ésta aprendió como tres palabras- se abalanzaba sobre el tazón de chizitos con expresión de Hannibal Lecter ante una gordita interesante. Es que, me contó Claudia, el papá lo tiene sometido a una especie de régimen espartano en el marco del cual le hizo creer que cada ser humano tiene permitida la ingesta de un solo chizito por vida entera, con lo cual Nico debe haberse creído que había entrado al Paraíso. Algo prematuramente, pero Paraíso al fin.

Lo que no termino de entender es la estrategia de marketing de algunos salones. Digamos, ¿por qué pagaría yo nuevamente el año próximo para que me hagan hacer el ridículo frente a 20 párvulos muertos de risa, más unos cuantos adultos sintiendo vergüenza ajena? Uno pensaría que, festejando el cumpleaños en un lugar en el que la organización corre por cuenta de gente especializada a la que uno paga por ello, está todo resuelto y cualquier otra intervención de uno resulta innecesaria. No tan así. Mi marido y yo debimos enfundarnos en unos absurdos trajes de granjero/vaca -a mí también me resultó confuso: éramos granjeros, pero los sombreros eran cabezas de vaca-, mientras los niños nos llenaban los amplios pantalones con sachets de leche. Cabe destacar que mi popularidad al lado de la de mi marido demostró ser altamente superior, ya que recaudé casi el doble de sachets. Antes de ello debimos vestirnos y actuar de "maestros pancheros", sirviendo panchos a los niños. A todo aquél que tenga fotos, ruego enviarme por correo los negativos y todas las copias. Será recompensado.

domingo, 17 de junio de 2007

Una vuelta más

Mickey medio trucho, como los de las calesitas

Veo al calesitero dándole a esa rubiecita la sortija que acaba de negarle
a mi hijo y pienso: sádico, racista y mujeriego.

Hace mucho que no escucho una canción de Panam, y no estoy segura de si eso me provoca placer o un cierto dejo de desasosiego. A cualquier persona que sepa distinguir más o menos entre una canción y un crimen universal en nombre de la música, le causaría un gran alivio no tener que exponerse a las notas letales de la rubia ¿actriz, conductora, modelo?, en cambio a mí me recuerda que Ramiro se está haciendo grande, y es inevitable que las mamás queramos, en algún lugar de nuestro corazón, que nuestros hijos sigan escuchando a Panam. Quiero decir, que sigan siendo bebés.

Ramiro y yo sufríamos su primer disco -no sé exactamente cuántos editó, si existe Justicia en el mundo debería ser sólo uno- a diario hace ya bastante tiempo, cuando él era bien chiquito y le encantaba dar vueltas y vueltas en la calesita. Ahora apenas da alguna que otra cada tanto, como quien despunta un viejo vicio.

Pero Panam no era nuestra única tortura musical cotidiana; también Floricienta nos martilló los tímpanos largo rato con las mismas cuatro canciones. Al principio yo creía que por alguna extraña coincidencia siempre caíamos cuando pasaban los mismos temas, pero con el tiempo advertí que no existía en el menú musical de nuestra calesita habitual otra variedad discográfica. Hoy en día se le agregaron un par de melodías de la serie Patito Feo, las cuales me hacen extrañar con ahínco las horribles letras y entonación de Panam, que al menos me parecían ligeramente menos perniciosas para la influenciable cabecita de los niños.

Dentro del universo de Ramiro hay en puja varias calesitas, y no estoy segura de si él tiene algún favoritismo, como sí es mi caso. Para mí, a la calesita de Gustavo no hay con qué darle, mientras que la del Parque Rivadavia me parece una estafa.

La calesita de Gustavo está en la Plaza Almagro, a la que concurrimos diariamente. Gustavo es un muchacho algo retraído que maneja la calesita junto con un señor muy mayor que supongo será su padre, y verlos llegar e irse juntos da ternura.

Gustavo parece muy orgulloso de su calesita; la tiene impecable y le dedica mucho trabajo. Vive retocando la pintura de los caballitos, autos y aviones, e incluso su Pato Donald y su Mickey se parecen bastante a los originales, en lugar de asemejarse a primos lejanos como suele ser el caso. Las vueltas duran exactamente una canción, y algunas veces, obedeciendo a una lógica que aún no logré dilucidar pero que algún día desentrañaré, a poco de comenzar un tema Gustavo lo hace volver a empezar, optimizando de este modo el valor de la ficha abonado por los padres o eventuales acompañantes de los párvulos.

No en todos lados la duración de la vuelta está clara, y cuando esto sucede a mí personalmente me saca de quicio. La calesita del Parque Rivadavia, por ejemplo, me resulta incomprensible. Uno nunca sabe bien cuándo terminó la vuelta, porque arranca y frena en forma totalmente desacompasada de la música, y como además de por sí anda medio lenta, cada dos por tres los adultos nos estamos todos mirando como diciéndonos "¿está terminando? ¿sacamos a los chicos de los caballitos, o cuando empecemos a hacerlo esta cosa remontará vuelo y saldremos todos despedidos hacia las copas de los árboles?"

Otro revés es que está alfombrada con una carpeta que no debe haber visto una aspiradora en años, la música es del año del jopo y se escucha sólo cuando uno pasa al lado del parlante -del lado de la calle Rosario sólo se distinguen las bocinas de los autos-, y por si algo faltara, el señor que expende los boletos no es simpático.

Existe asimismo una tal "calesita del burro" que extralimita mi rango de conocimiento, porque es un lugar al que Ramiro va sólo con Yamila, su niñera. Tengo entendido que queda por Congreso y que van ahí cada vez que Ramiro tiene ganas de viajar en subte. No sé cómo anda de pintura, qué música pasan, si el piso es de madera o alfombra ni si Mickey se parece a Mickey o a la Rana René.

Cuando Ramiro era muy chiquito y ya se había hecho habitué de la calesita de la Plaza Almagro, Gustavo, que es tímido pero cariñoso con los chicos, aparentemente lo confundía con otro nene, de nombre Nicolás. Una y otra vez le decía "hola, Nico", y a mí me daba pudor y pena corregirle el error, mientras que Ramiro miraba para cualquier lado porque no se sentía particularmente aludido.

Un día se lo comenté a mi marido, quien abordó el tema con cierta alarma. "¿No te parece que es un riesgo que le diga Nico si se llama Ramiro?", me preguntó. Ante mi expresión de total desconcierto, agregó: "¡¡Mirá si un día le pasa algo a Ramiro y Gustavo empieza a preguntar dónde está la mamá de Nico!! Me dejó reflexionando. No tanto por la improbable peligrosidad de la confusión de Gustavo, sino más bien acerca del concepto que mi marido tiene de mí como madre. En qué circunstancia podría darse que el calesitero tuviera que estar vociferando en busca de la mamá de un nene que por entonces no llegaba al año de vida. Qué estaría haciendo yo por la Plaza Almagro, o mejor dicho, qué cree mi marido que podía estar haciendo yo mientras mi bebé daba vueltas en la calesita escuchando a Panam.

domingo, 10 de junio de 2007

Una vida social agitada

Escasas hamacas de la Plaza Almagro que los niños se disputan a golpes de puño

¿Se acuerdan de Carlín Calvo y Pablo Rago en Amigos son los amigos?
Apuesto a que hoy en día apenas si se ven en los Martín Fierro.

Ramiro está decepcionado y furioso: por primera vez experimentó lo que es una puñalada por la espalda, excepto que los niños no saben apuñalar por la espalda, entonces pegan piñas en la cara. Matías, su mejor amigo del jardín, lo despidió ayer con una trompada que le hizo sangrar la nariz, cuando Ramiro le iba a dar un abrazo de despedida al final del cumpleaños de Catu. Vaya a saber qué le pasó por la cabeza a Matías, posiblemente el simple cansancio de un chico que venía de todo un día de jardín, plaza, gimnasia y cumpleaños. Aparte Matías se levanta antes que las gallinas, así que a las 8 y media de la noche me imagino que estaría agotado.

Ramiro dice que él quiere que Matías siga siendo su mejor amigo, pero que preferiría que no le dé piñas. Ramiro y Matías empezaron la adaptación a la colonia del jardín el mismo día hace un año y medio; fueron más o menos amigos el año pasado, y se hicieron carne y uña ahora en sala de 3, porque quedaron sólo cuatro varones y deben hacerles frente a unas 10 nenas. Los dos llevan siempre un juguete de su casa al jardín todos los días, y tengo entendido que no se prestan nada entre sí; curiosa forma de llevar adelante una amistad profunda. Pero ellos se entienden.

En un escalón inferior vienen los demás amigos de Ramiro. Con los otros dos varones de la Sala Roja no parece haber establecido un vínculo demasiado estrecho, y yo tengo una teoría: tanto Tomy como Juan Martín son, a pesar de que ya cumplieron los 3 años y Ramiro no, físicamente muchos más menudos que él. Presumo que no se le deben acercar demasiado por instinto de autoconservación.

Catu es la nueva estrella en la constelación Ramiro. Pasó del turno tarde al de la mañana, es rubia y extravertida, y me temo que Ramiro está empezando a enamorarse. Al menos sé que la carga todo el tiempo con el cantito "Catalina-Cartulina", y sabemos que esas bromas terminan en romance.

Malena R. es la primera cabellera víctima de las descomunales manos de Ramiro. Se conocieron cuando Ramiro empezaba la colonia, al año y medio, plena época de tirar de los pelos. Mi hipótesis es que Ramiro eligió acosar capilarmente a Malena R. como una forma de vengarse de todas aquellas personas que disfruten de una cabellera frondosa, teniendo en cuenta que ya resulta más que evidente que, en ese aspecto, los genes de Ramiro decidieron expresar lo más ralo de ambas ramas hereditarias.

Malena G. es un caso medio problemático, porque yo me llevo muy bien con la mamá y he charlado cordialmente con el papá, pero nuestros niños no se dan la menor bolilla. Se ven en el jardín, en plaza, en gimnasia y en los cumpleaños, pero se ignoran. Vaya uno a saber por qué.

Aluminé estaba enamorada el año pasado de otro Ramiro que había en la clase, pero este año se cambió de jardín, entonces me parece que le echó el ojo al mío. Se ve que le gustan los Ramiros. Con Aluminé y con Abril conforman un trío poderoso que acapara las tres hamacas para nenes grandes que quedaron en la plaza Almagro y no las sueltan más, mientras charlan, se ríen, cantan y se bambolean.

Permítanme hacer un aparte sobre la Plaza Almagro. Después de ocho meses de remodelación, esto fue lo que nos dejaron. Ahora tiene el triple de cemento que antes, y un sector de juegos que debe ser la mitad que el anterior. Nos birlaron un set de cinco hamacas, y ahora hay que presenciar escenas de pugilato entre menores por quién captura una de las claramente insuficientes que quedaron. Y esa fuente de agua, por favor. En realidad el "de agua" sobra, porque nunca la vi funcionar, está sólo la plataforma con agujeros que aspiran a chorros hídricos, pero de momento nada. El problema es que en algún momento debe haber salido agua de ahí, posiblemente el día de la reapertura de la plaza, y la misma quedó estancada en una especie de canaleta ancha alrededor de la fuente, que hoy funciona como peligro latente de ahogo de niños, fuente potencial de contaminación y manjar para los mosquitos que, como es sabido, asuelan Buenos Aires cada vez que la temperatura sube de los 8 grados.

Pero gracias a la Plaza Almagro, Ramiro conoció a Frida. Una rubiecita preciosa que va a otro jardín a la tarde, y que todos los mediodías se encuentra con Ramiro en las hamacas o los subibajas. Creo que es una posible competidora de Catu.

Lolo desapareció de golpe. Lolo es una especie de Jaimito último modelo; todos conocen su nombre porque las maestras no paran de gritarlo cada vez que descubren que alguien hizo lío. Lolo era la razón básica por la cual Ramiro iba los sábados al club: para salpicar a Lolo en la pileta. Un día no vino más, no sé si porque se cambió de turno o porque dejó de ir al club. Con Ramiro prácticamente tuve que hacer una nueva adaptación al club desde que no está Lolo, ya que los otros compañeritos de actividad definitivamente tienen mucha menos onda.

Y Felipe no sé quién es. Ramiro lo nombra e incluso lo quiere invitar a su compleaños, pero no hay ningún Felipe en su sala ni en el grupo del club, ni en la plaza. Sus explicaciones al respecto son confusas, y no sé si ya debería empezar a preocuparme por las amistades dudosas que Ramiro pudiera llegar a tener. Yo por las dudas hago una invitación de cumpleaños a su nombre. A lo mejor aparece y me entero.

domingo, 3 de junio de 2007

Cucupeto

Fefifo

Me pregunto cómo podemos compartir la misma Real Academia,
si uno viaja a España y no entiende la mitad de lo que dicen.

Lo que voy a decir no es ninguna genialidad, lo sé: la forma en que habla Ramiro, más precisamente la lengua de los nenes de dos-tres años, es muy cómica. No conviene distraerse en esta etapa, porque después empiezan a pronunciar todo bien y pierden la gracia.

Como todas las mamás, yo le entiendo a Ramiro el 95 por ciento de lo que dice, cuando la media normal para el resto de la gente ronda, por hacer una estimación casera y acientífica, en un 65 por ciento para familiares y personas allegadas, y un 20-30 por ciento entre los extraños que mantienen con él un encuentro ocasional.

Ramiro empezó a caminar de muy chico, y por lo general esta facultad suele venir acompañada de una modorra inversamente proporcional en el área verbal. De manera que al año y medio todavía señalaba todo con el dedito y casi no abría la boca, como Nico, el hijo de mi amiga Claudia, que con casi dos años juega al oficio mudo pero es más vivo que el nene de Hermanos y Detectives.

Eso sí: el día que Ramiro empezó a hablar no paró. Hoy por hoy mantiene diálogos con sus amigos, los amigos de sus amigos, los taxistas, el chico que reparte volantes en la esquina, las heladeras y los mosquiteros, por poner sólo dos ejemplos de ítems inanimados a los que Ramiro también es capaz de hacer conversar.

Pronuncia las cosas como puede, de modo que, igual que hacemos con un extranjero que en plena calle Florida intenta preguntarnos dónde queda el Cabildo con un background de español que no supera el "hola" y el "gracias", uno debe esforzarse por comprender el contexto de la frase; de dónde venimos y hacia dónde vamos.

A veces da pena que supere ciertas barreras encantadoras, como cuando decía "tishi" por taxi, y al tiempo le empezó a salir bien. Todavía al día de hoy, Horacio el diariero le dice "¿te vas a tomar un tishi?" y Ramiro lo mira con cara de "pobre, tiene dificultades para pronunciar bien taxi".

En muchas ocasiones toma el camino más largo pero al final llega al lugar indicado, como cuando dice "quiero subirme arriba de vos". Si algo no se le puede atribuir es vagancia: con un certero "upa" el mensaje sería el mismo, pero él se esfuerza por pedirlo como un nene al borde de los tres años.

Hace un tiempo, Ramiro llegó a casa con un término novedoso: Cucupeto. O cucupeto con minúscula, no sabría cómo escribirlo porque a pesar de que hace ya meses que le damos vueltas a la palabrita, aún no hemos logrado dilucidar su significado, mucho menos si se trata de un nombre propio, un sustantivo, un verbo o un adjetivo. Ramiro parece divertirse mucho con nuestra incógnita: después de un tiempo de comprobar que no importaba cuánto se empeñara en explicarnos, ni mi marido ni yo lograríamos entender el significado de Cucupeto (o cucupeto), empezó a otorgarle implicancias distintas cada vez. Un día nos dice -todavía lo hace- que es una rana, otro día un hipopótamo, y cuando está inspirado habla de herramientas para la ebanistería o teoremas matemáticos. Nosotros estamos bastante desorientados, y Ramiro se ríe.

Ahora llegó el fefifo. Sé que no es Fefifo con mayúscula porque se trata casi con seguridad de un sustantivo común, más concretamente una casita que Ramiro me señala en el folleto del pelotero donde vamos a festejar su cumpleaños dentro de poco. Para él, esa casita de plástico es un fefifo, y lo dice con tanta convicción y firmeza que me tomé la molestia de entrar al sitio de la Real Academia Española para comprobar si mi hijo ya empieza a tener más riqueza de vocabulario que yo. "La palabra fefifo no está en el diccionario", señala con buen criterio la RAE. "Siga participando", le falta decir.

domingo, 27 de mayo de 2007

Música para mis oídos

La dupla radial sabatina Zaiat-Tenembaum

Recuerdo a Axl Rose mostrando el trasero por la ventana del Hyatt
y me prometo a mí misma: mi hijo nunca irá al coro del colegio.

Ramiro es un enamorado de la música, y la situación me preocupa un poco. Es decir, si el día de mañana se revela como un Beethoven los inconvenientes actuales serán una anécdota, pero actualmente su fanatismo por algunas melodías le provoca simpatías que podrían derivar en que en el futuro sea citado por la Justicia como testigo -espero que no sea como imputado- en resonantes casos policiales.

Bien tempranito todos los sábados Ramiro y yo vamos juntos al club, en el auto, escuchando la radio. Siempre a la misma hora, en el programa de Tenenbaum un columnista habla de las novedades –o ausencia de ellas- en el caso García Belsunce, y cierra el comentario una canción breve de humor bastante negro cuyo estribillo es un pegadizo “qué cosa, qué cosa, qué cosa Carrascosa”. Ramiro enloquece cada vez que la escucha, y cuando termina me la reclama de nuevo. Como todavía no entiende bien la diferencia entre radio y CD, el resto del viaje me martilla los oídos al grito de “poné Qué cosa Carrascosa, poné Qué cosa Carrascosa”. Yo, para salir del paso, le prometo que se la voy a comprar en Musimundo. Creo que me voy a ir al infierno.

Inclinaciones carcelarias al margen, Ramiro está todo el día cantando canciones, en su mayoría inocentes melodías infantiles. Yo no sé si los otros nenes hacen lo mismo, en realidad podría preguntárselos a las numerosas personas con hijos que conozco, pero nunca lo hice. A lo mejor esta columna provoca que algunas colegas mamás -o papás, o acaso jóvenes de 18 años distanciados de su madre- comenten sus propias experiencias como pasó con la pistolita de agua, que –ya sea en público o en privado- me valió varios mazazos por la cabeza.

Lo cierto es que Ramiro canta todo el tiempo; mientras juega con los Lego, a la hora de comer –más bien, EN LUGAR de comer-, cuando lo cambio, en la bañadera, en fin, nada detiene sus veleidades musicales. Y sé perfectamente a quién salió: yo soy de esas personas que están todo el día tarareando por lo bajo y muchas veces no se dan cuenta; en ocasiones incluso en lugares o momentos inadecuados, como velorios, exámenes o discusiones fundamentales con mi marido.

A veces se produce entre Ramiro y yo una especie de colisión musical, en la cual ambos nos descubrimos entonando cada uno la melodía de su preferencia, in crescendo. Por lo general la batalla se salda con Ramiro diciéndome “vos no cantes” y yo haciendo mutis por el foro, pensando si en verdad lo hago tan mal que mi propio hijo me manda a callar.

De todos modos no creo que lo haga porque desafine; su oído no parece estar aún suficientemente desarrollado como para distinguir matices en este aspecto. De lo contrario, no tendría la adoración que tiene con el profesor de bajo de su hermano Manuel. El profesor de bajo es un muchacho de lo más simpático y atento, que cada vez que viene a casa a darle clases a Manu trae un par de partituras con melodías infantiles para hacer una especie de sobremesa con Ramiro, que disfruta como loco cantando con él y haciendo que toca el bajo y la guitarra. Pero voy a ser completamente honesta: si el profesor de bajo en lugar de cobrar por enseñar a tocar ese instrumento lo hiciera por dar clases de canto, yo lo denunciaría sin dudarlo un instante a Defensa del Consumidor.

Pero el profesor de bajo no es aparentemente el único desafinado del coro de ángeles que rodea a Ramiro: una vez en una reunión de padres en el jardín la directora Liliana comentó, a cuento no me acuerdo de qué, que el profesor Fernando, maestro jardinero de Ramiro -sí, Ramiro tiene un maestro jardinero varón-, canta como para espantar monstruos. Desde entonces, me muero por escuchar cantar al profe Fer, y ya estoy pergeñando la manera. Cuando me cite para darme el informe de cómo evoluciona Ramiro en el jardín, pienso decirle que me cante la de "Pepín, Pepón, el oso rabón" o lo que sea que dice una canción con la que Ramiro me enferma desde hace meses, reprochándome que no sé la letra ni se la entiendo a él. Al profe Fer no le va a quedar otra que cantármela, todo sea por el desarrollo musical de Ramiro. Después les cuento.

domingo, 20 de mayo de 2007

Gimme the Power (Ranger)


Cosa que el kiosquero describió como un Power Ranger que baila

Si la Mujer Maravilla se enamoró de un pelmazo que no veía que
era su propia secretaria, ¿qué nos queda a las mujeres sin superpoderes?

Había una época en la que Ramiro no miraba la tele; luego vino otra en la que sólo miraba Discovery Kids: Barney, Backyardigans, lo que yo describo como "dibujitos de líneas redondeadas", porque son todos como buenitos y suavecitos. Un día comenzó a pedir algo más hardcore y empezamos a surfear opciones hasta que caímos, inevitablemente, en la pesadilla de los Power Rangers. No sólo Ramiro; todos sus amiguitos están enloquecidos con los Power Rangers. La culpa la tienen los programadores de Jetix, que compraron todas las -numerosas- temporadas de estos engendros, colocaron las cintas una detrás de otra y desde entonces se están echando una siestita.

Para aquellos que vivan en la galaxia Andrómeda, los Power Rangers son unos señores que se mueven en quintetos, se visten cada uno con un traje de distinto color y se pelean todo el tiempo con enemigos que muchas veces tienen el cuerpo de un humano más bien esmirriado y la cabeza de un monstruo de esos de las películas del año del jopo, que no asustan a nadie y para los cuales cinco Power Rangers son un exceso. No puedo dar una descripción más acertada porque debo confesar que les tengo muy poca paciencia; he hecho intentos por ingresar al mundo de mi hijo sentándome a verlos un rato, pero invariablemente a los 10 segundos me asaltan unas ganas irreprimibles de trompearlos a los cinco a la vez.

Creo que los modelos de los trajes varían según la temporada, pero hay al menos una en que son claramente de una tela infame a la que en cualquier momento uno de ellos lanza una patada al aire y se le abre un siete en las posaderas. Otro karma es la cabeza: esos pobre cinco sujetos -que en definitiva son seres humanos que al final del día se cambiarán y se irán a tomar el bondi a casa- deben tolerar interminables grabaciones al borde de la hipoxia; otros superhéroes como Superman o la Mujer Maravilla al menos podían oxigenarse libremente, aunque también los hay que han tenido las vías respiratorias ligeramente obstaculizadas, como Batman o el Capitán América, sin olvidarnos de otros mártires del anhídrido carbónico como el actualmente en boga Hombre Araña. Dentro del rubro no debe haber nada peor que hacer de Empanada gigante que entrega volantes un mediodía de verano en Corrientes y Esmeralda.

Qué exactamente le atrae a Ramiro de los Power Rangers es un enigma más difícil de dilucidar que el asesinato de Olof Palme. Personalmente, yo no lo vi prestarle atención a la serie más de dos minutos consecutivos, pero Dios no permita que yo intente cambiar de canal, porque mi mano y el control remoto pueden llegar a terminar juntos entre sus dientes en una fracción de segundo.

Pocas cosas hay más indignantes que los muñecos símil Power Ranger que venden en jugueterías y kioscos. La mayoría de ellos se parece más bien poco a los originales, se les descascara la pintura en un santiamén y termina siendo un quinteto monocromático, no tienen ninguna estabilidad y, me van a disculpar que sea tan poco elíptica, pero hay una línea de Powers de kiosco que todos tienen pechos de mujer, y que yo sepa al menos todavía no hay ninguna temporada en la que los cinco sean féminas. Un día me molesté especialmente en observar si los caballeros Power ostentaban en promedio unos pectorales inflados a hormonas esteroides como los de los muñecos que tiene Ramiro, pero no sólo no lo comprobé, sino que además quedé bastante poco impresionada con el físico de los señores que hacen de Power Rangers; creo que la gente de casting podría haberse esmerado un poco más.

Hace algunas semanas, el kiosco en el que adquirí los Power de delantera prominente comenzó a ofrecer unos muñequitos de plástico que bailaban a cuerda, de un modo bastante descuajeringado. El kiosquero nos explicó que se trataba de unos nuevos Power Rangers danzarines, aunque el único punto de contacto que yo encontraba con los célebres personajes era que en ambos casos el perfil de la cabecita era calvo. Mientras Ramiro ingresaba en el ciclo "Mamá quiero-Llanto-Pataleo-Gracias mamita", yo lanzaba por los ojos unos rayos que le decían al kiosquero: "Señor, usted es un descarado". El me respondía también en silencio con una mirada penetrante que señalaba: "Señora, no tiente al destino. Estas bazofias vienen en varios colores, yo puedo hacer que su hijo quiera más de una".

Volvimos a casa, yo derrotada por el kiosquero y mi hijo feliz, blandiendo en su manito la Estafa del Siglo. Llegamos y me apuré a grabar el video que ilustra esta columna; como era de suponer, el Power Ranger más trucho del mundo no tuvo siquiera el poder para sobrevivir más de dos horas con todas las pequeñas piezas en su lugar.

domingo, 13 de mayo de 2007

Por la no violencia

La pacifista perrita Lassie

Abro el pañal de mi hijo y pienso: caramba, creo
que encontré las armas químicas de Saddam Hussein.

Si Ramiro no fuera físicamente idéntico a su papá, más de una vez se me ocurriría pensar que me lo cambiaron en la clínica. Pero ya me lo dijo el doctor Gustavo: los chicos traen cosas propias, desde la cuna.

En mi entorno más próximo soy conocida por, entre otras obsesiones, mi activismo antibélico. Como además soy una ferviente partidaria del "pinta tu aldea y pintarás el mundo", empiezo por casa. Desde antes que naciera Ramiro, en nuestro hogar estuvieron drásticamente prohibidas las armas, y no hablo de las verdaderas, que directamente me parecen un disparate, sino de las de juguete. Por mí, que Ramiro dispare con la manito, que use los cucharones como espadas, pero nadie podrá decirme que yo alenté su lado violento desde chico, o que desarrolló familliaridad con las armas a instancias de su mamá.

No todo el mundo alrededor mío comparte mis ideas; con mi amiga Mirta hemos tenido varios encontronazos por esta cuestión, que hemos superado reemplazando el tema de conversación por intercambios sobre voley, reacciones químicas, casamientos y algunos tópicos subidos de tono que no voy a reproducir aquí. El peor desacuerdo es con mi padre, cazador deportivo desde siempre. Cuando era muy chica, cada vez que él emprendía un viaje de caza yo levantaba fiebre; hoy en día bromea con que va a hacer socio a Ramiro del Tiro Federal, algo que aparentemente le resulta muy gracioso; a mí no. Mi marido, por su parte, es una persona sumamente pacífica, aunque creo que considera mi postura un tanto radical.

Un día, Ramiro se obsesionó con un supuesto pez de juguete que había visto en una vidriera. Le dije que a la tarde iríamos a comprarlo, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando constaté que el presunto Nemo era... una pistola de agua. Toda mi batalla antibélica de años desfiló ante mis ojos en un segundo: ¿En qué categoría entra una pistola de agua? ¿Puede ser considerada una arma? De acuerdo, es virtualmente imposible herir a alguien con el líquido expulsado por una pistolita de plástico made in Taiwán, pero para mí había implícito un acto de violencia velada. Escribo esto y yo misma me doy cuenta de la exageración, pero consideren que la cuestión me tomó desprevenida; yo fui a comprar un pez y salí de la juguetería con mi hijo empuñando algo muy parecido a un arma.

Le dije a Ramiro que la usaríamos en la bañera, y que además lo iba a mandar a un curso de alguna asociación sin fines de lucro sobre el peligro de las armas de fuego. No pareciendo haber entendido mucho la idea, Ramiro salió a la vereda como propulsado a chorro y comenzó a apuntar directamente a la frente de toda persona que nos cruzamos. Algunos lo miraban con una mezcla de desconcierto y simpatía, otros le devolvían la gentileza jugando a que le disparaban con la mano. Yo sentía que en cualquier momento me desmayaba.

Por razones que desconozco y que el doctor Gustavo atribuye a esas cosas "que los chicos traen de la cuna", Ramiro adora las armas, en todas sus formas y a pesar del estricto embargo que pesa sobre ellas en casa.

Hace un tiempo fuimos a visitar a unos amigos que tienen un nene un año mayor que Ramiro, aunque de tamaño equivalente. Justo habían venido los Reyes Magos, que le habían traído a mi hijo un póster de Lassie y a su amiguito una espada de los Power Rangers. Ramiro quedó alucinado con la espada, lo cual a los dos años resulta un verdadero problema. En un acto inusual el amiguito le prestó un rato su espada, la cual en medio minuto en poder de Ramiro quedó partida en dos. No se me ocurre una declaración de violencia más redundante que destruir un arma con las propias manos, y no precisamente para reemplazarla por una flor como los hippies.
En casa sólo está permitido empuñar cucharones de plástico y tirar rayos, que por mí pueden ser nucleares o cancerígenos, siempre y cuando no haya choques fuertes entre los utensilios que puedan provocar lesiones físicas. En este punto sé que todos a mi alrededor están esperando el momento en que Ramiro se apunte en el Ejército para largar la gran carcajada.

Cuando fue lo del pez-pistola le comenté a mi marido que estaba preocupada por que esa circunstancia en apariencia inocente pudiera derivar en un futuro de violencia armada. Por todo concepto lanzó un comentario que hasta hoy me desconcierta: "El Unabomber era el mejor de la clase".

Les ahorro el Google: el Unabomber es un señor que hace unas décadas era un eminente matemático de Harvard, al que un día se le chifló el bonete y se fue a vivir casi sin nada a una choza en una montaña solitaria, en donde escribió un largo manifiesto en el que proponía la destrucción de la sociedad moderna y la vuelta a la era preindustrial. Hoy está preso porque mandó algunas cartas-bomba que dejaron muertos y heridos, pero esa parte ya no es tan simpática así que no nos extenderemos.

Aunque no la entendí del todo, en cierto sentido la declaración de mi esposo es un alivio: si bien insiste en la idea de que Ramiro en el futuro conocerá la cárcel por dentro (ver columna anterior "La última palabra"), al menos ahora le augura un exitoso paso previo por el claustro universitario. Algo es algo.

domingo, 6 de mayo de 2007

Talle 6

Cambiador que ya no resiste la ecuación - de 3 años = + de 20 kg

Ya me parecía que lo de Newton y la manzana debía ser un mito.
En su lugar, yo habría inventado un nuevo insulto y no una ley universal.

El otro día del jardín me mandaron una nota angustiante: tenía que enviar más pañales para Ramiro, pero éstos debían ser, por favor, más grandes porque los actuales le aprietan. Ramiro usa pañales XXL; no existe más grande que XXL. Y no culpo a los fabricantes: los nenes de menos de 3 años, la edad usual para llevar pañales, no usan talle 6 de ropa. Ya lo dije en una columna anterior: Ramiro es un meganiño.
Cuando lo habitual es que una le regale la ropa que ya no entra a alguien que tiene un hijo más chiquito, yo regalo prendas con muy poco uso -al poco tiempo ya le queda el ombligo al aire- a niños de más edad.
Todo el mundo considera una ventaja el hecho de que Ramiro, evidentemente, va a ser muy alto. Que va a ser basquetbolista de la NBA o voleibolista en Italia, que no se va a acomplejar ante las chicas, en fin, todas ventajas de cara a un futuro lejano, ninguna que me ayude hoy en día a lidiar con el hecho de que, o bien la mitad de las piernas le quedan afuera del cambiador, o le cuelga la cabeza del otro lado. El cambiador, por su parte, ruega que ya no le depositen más encima a un mastodonte de 20 kilos.
Entre tantas ocupaciones, a los padres a veces se nos pasa el detalle de que un pantaloncito que ayer le quedaba bárbaro hoy le va 4 cm por arriba del tobillo, pero para qué están las abuelas sino para hacérnoslo notar. Mi mamá eligió un sistema práctico y elegante: cada tanto me comenta que, por ejemplo, cuando lo dejo a dormir en su casa no hace falta que le mande pijama porque ya le compró "uno que le va bien holgado, no sabés lo cómodo que duerme".
Apuesto a que Newton entre todas sus leyes tiene alguna que establece que es físicamente imposible renovar en tiempo y forma el vestuario de un niño que crece con la velocidad que lo hace Ramiro. Se lo voy a preguntar a Carmelo, mi profesor de Física de la facultad, un sujeto que se parece más a Pappo que a un científico atildado de anteojitos y guardapolvo. El profesor Carmelo sabe explicar física valiéndose de chistes y comentarios como que -simplificando un poco la clase que nos dio sobre circulación sanguínea- su cabellera símil cantante de Aerosmith se la debe a que todos los días se pone un rato cabeza abajo como los budistas. No sé si me cierra el argumento porque los budistas suelen ser más bien calvitos. En otra ocasión sugirió que su relación con la policía no se ha dado siempre en los mejores términos, y en las clases sobre comportamiento de fluidos dejó entrever que Malbec, Cabernet o aguarrás, le da lo mismo. Mi conclusión es que la Física salvó al profesor Carmelo de terminar internado como Maradona o Britney Spears.
Volviendo a Ramiro, siempre me pareció una ironía que lo que a futuro promete ser una gran ventaja para desenvolverse en la vida, de chiquito resulte un verdadero hándicap: Ramiro, que caminó a los 10 meses, recién empezó a articular alguna que otra palabra completa alrededor del año y medio; antes de eso no eran más que monosílabos. Pero la gente, que lo veía con un tamaño y una motricidad de al menos 4 años, insistía en preguntarle cómo se llamaba, de qué cuadro era, dónde paraba el 71 y si tenía alguna opinión sobre las políticas del actual gobierno en torno al calentamiento global. Yo solía intervenir rápidamente para comentar que, ja ja, no es que sea tontito, tiene menos de dos años y no sabe hablar.
Cuando Ramiro tenía apenas poco más de un año, un cajero de supermercado un tanto bocón me preguntó, mientras escudriñaba su tamaño y pasaba por el lector de barras el paquete de pañales, si no iba siendo hora ya de que le ofreciera la pelela. Lo tomé como una ofensa personal y comencé a evitar pasar por su caja cada vez que hacía las compras. Hasta que un día no tuve otra opción. Esa vez me informó, a cuento de nada, que había estado en Santiago del Estero compitiendo en un concurso imitadores de silbidos de pájaros, y que le había ido muy bien. Días más tarde me vio vestida con ropa deportiva y me invitó a unirme a un grupo de aerobistas que aparentemente se juntan no sé qué días cerca de la estación de subte Castro Barros. Entonces comprendí que, a lo mejor, algunas opiniones no deberían ser tomadas tan en serio.

lunes, 30 de abril de 2007

El chupetín de las 8 de la mañana

Mochila del Sapo Pepe en la que el chupetín reposó 3 horas y media

Veo a los porteros lavando la vereda con ahínco tan temprano
y me pregunto: ¿cuántos minutos puede durarles la satisfacción
por el trabajo hecho?

Antes de comenzar el relato debo hacer una aclaración sobre el título: no, no es que Ramiro se coma un chupetín todos los días a las 8 de la mañana, como quien se toma su Rivotril diario para atravesar la jornada. Estamos hablando de UN chupetín, UN día, a las 8 de la mañana. Y presumo que no volverá a suceder.

Un día Ramiro, que siempre amanece -muy, muy temprano- de un humor espléndido, se levantó con un talante bastante denso y empezó a exigir golosinas a la hora del desayuno. Yo, por supuesto, lo conminé a tomar la leche y dejarse de planteos ridículos. Ya bastante le cuesta a mi costado de madre-sargento aceptar el hecho de que Ramiro si no mira 10 minutos los dibujitos a la mañana, no toma más la leche. Justo él, que hasta hace poco era mi orgullo porque se bajaba un litro por día ya con más de dos años, sin azúcar, sin Nesquick.

Terminado el desayuno volvió a la carga: quería una "sorpresa rica", como llamamos en casa a las golosinas, algo que, por cierto, de sorpresa ya no tiene lamentablemente ni un ápice. Yo por esta vez le dije la verdad: no tenía nada. Pero no sabía que mi marido sí. O sea que Ramiro salió a la calle rumbo al jardín, a las 8:10 de la mañana, blandiendo un chupetín Pico Dulce en la manito.

A ver si nos ponemos en situación: hasta hace un tiempo, lo que yo consideraba mi mayor logro era que Ramiro no conocía las golosinas, supuestamente no tenía interés en ellas y ya empezaba a manifestar una saludable inclinación a seguir a rajatabla las recomendaciones de la pirámide alimenticia elaborada por la Food and Drugs Administration de Estados Unidos. Hasta que salió al mundo real -en otras palabras, empezó el jardín-, y conoció los placeres prohibidos. Bananas, manzanas y ¡kiwis! fueron reemplazados por chocolates, caramelos y chupetines.

A mí me daba vergüenza caminar por la calle a las 8:10 de la mañana con Ramiro saboreando un chupetín. Me mortificaba, me convertía en la peor madre del mundo. A mi marido no le dije nada porque es de esas personas que no exhiben un ánimo muy receptivo por la mañana, pero pensaba mandarle un asesino a sueldo después del mediodía.

Primero fue Domingo, el portero. Saludó a Ramiro e hizo algún comentario sobre el chupetín, que yo atajé rápidamente explicando que sí, ja, ja, mi marido tuvo la peregrina idea de darle un chupetín tan tempranito, en qué estaría pensando. Con una veloz maniobra distractiva logré que Horacio, el diariero, no viera el Pico Dulce y pasamos de largo por el kiosco de revistas con un simple buenos días, qué tal, cómo está usted.

Quedaban seis cuadras de desconocidos hasta llegar al jardín, momento para el cual yo pensaba que el chupetín ya habría sido liquidado por Ramiro, y yo volvería a ser la mamá perfecta que se acuerda de mandar el rollito de cocina el primer lunes de cada mes, sin falta. Con un poco de suerte, no habría demasiada gente levantada o lúcida a esa hora en las calles de Almagro.
De hecho, no la había. Pero no me gustó nada cruzarme con un joven de ambo color petróleo. Siempre me intrigó si los colores de los ambos denotan algún tipo de clasificación por rango o especialidad dentro del mundo de la medicina y disciplinas vinculadas; he observado que los kinesiólogos suelen tirar más hacia los verdes y celestes, los farmacéuticos se inclinan decididamente por el blanco y los médicos varían bastante en sus preferencias. Algunas residentes mujeres se aventuran incluso al lila. El doctor Gustavo utiliza sólo ropa de calle, lo cual siempre me pareció un gesto de humildad.

Lo cierto es que si bien el ambo de este muchacho lo ubicaba más bien en el mundo de la kinesiología o la fisioterapéutica, al no tener certeza de pronto temí que fuera pediatra o -¡peor!- odontólogo, y juraría que le clavó una mirada condenatoria al chupetín, antes de levantar la vista y lanzarme con los ojos unos rayos que decían: señora, debería entregarlo en adopción ya mismo, usted no está capacitada.

Pasado el mal trago del presunto kinesiólogo-pediatra-odontólogo, llegamos a un edificio en el que siempre está limpiando la vereda una portera con aspecto de abuelita buena que saluda a Ramiro con total pasión desde que era bien chiquito y llamaba la atención porque ya caminaba cuando otros nenes iban en carrito. Esta vez, la abuelita se convirtió en una especie de suegra mala: evidentemente estaba enojada conmigo porque eran apenas las 8:20 y Ramiro ya estaba con un Pico Dulce en la mano. El chupetín, a todo esto, se consumía a cuentagotas. Y faltaban apenas dos cuadras para llegar al jardín.

Ya advertí que tendríamos problemas cuando traspusimos la puerta de entrada. Lo normal, por cierto, es que yo ni siquiera la traspase; Ramiro entra siempre al jardín con alegría y en ocasiones hasta se olvida de saludarme. Esta vez, no quería entrar porque temía que sus compañeros quisieran arrebatarle el chupetín. Gracias a la rápida y profesional intervención de la directora Liliana, el chupetín fue cuidadosamente envuelto en papel film y guardado en la mochila del Sapo Pepe. Yo le expliqué que tenía claro que no era procedente darle a Ramiro un chupetín antes de entrar al jardín, y le indiqué que cualquier observación al respecto la apuntaran en el cuaderno de Ramiro dirigiéndola a mi marido, responsable directo del dislate.

Volví a mi casa con el alivio de ya no tener que lidiar con el chupetín. Cuando retiré a Ramiro del jardín tres horas y media más tarde, mis esperanzas de que se hubiera olvidado de la maldita golosina se hicieron añicos en un instante. Antes de decirme hola me estaba pidiendo que le quitara el papel film al chupetín para terminarlo.

Sabía a lo que me enfrentaba: quién desconoce que un niño en guardapolvo de jardín, caminando por la calle a las 12 del mediodía, está yendo a su casa para almorzar. Y que un chupetín en la mano significaba que no querría probar un solo bocado de pollo con brócoli.

Apuré el paso hasta llegar a una esquina medio solitaria, en la que paramos y esperé que Ramiro acabara de una vez el Pico Dulce, como quien oculta una maniobra no del todo legal. Varios mordiscos más tarde, me extendió la mano con el palito despojado ya del caramelo.

Respiré aliviada: con un poco de suerte, al otro día nadie se acordaría del incidente, o quizá la abuelita que baldea la vereda temprano y el kinesiólogo-pediatra-odontólogo ya habrían podido perdonarme.

domingo, 22 de abril de 2007

Manutísimo

Falafel con tabule

Que alguien me explique cómo llegó a líder de un grupo un oso con la
remera encogida y evidentes dificultades para comprender consignas.

Ramiro está ofendido porque no fue invitado a una fiesta, y todo es culpa mía. En realidad creo que en este tema la naturaleza no fue sabia: un niño no debería tener la capacidad de ofenderse por haber sido excluido de un evento social, si aún no tiene la capacidad de comprender el concepto de no haber nacido para cuando el supuesto agasajo tuvo lugar. Pero la trama se complica, y ahí está lo que es culpa mía: la supuesta fiesta ni siquiera existió.

Yo ya había escuchado por allí que uno no debería responder las preguntas de los niños al descuido, pero a veces pasa.

Ramiro tiene por parte de su papá un hermano mayor, Manuel, que vive la mitad de la semana con nosotros y tiene 11 años. Como buenos hermanos, se adoran y se muelen a palos. Contrariamente a todos los pronósticos que auguraban que Manu ardería de celos con la llegada del nuevo hermanito tras ocho años de hijo único, resultó ser el nuevo hermanito el que casi siempre vuela de rabia por todo lo que tiene o deja de tener el que llegó antes. Quizá por eso Ramiro aprovecha cada ratito que Manu no está en casa para invadirle la pieza, hurgar entre sus cosas, dibujarle todo el pizarrón y robarle pequeños juguetitos al grito de "¡é mío, é mío!"
Un día Ramiro encontró en un cajón una foto de Manu chiquito, vestido con un traje naranja de un material peludo. Me preguntó qué era y yo le contesté, pensando en otra cosa, que era Manu vestido de Winnie Pooh en una fiesta de disfraces. Poco después recordé que en realidad se había disfrazado en un restaurante de comida árabe que tenía un área para chicos, con pelotero y animadoras que enviaban a los niños de vuelta a las mesas vestidos como personajes infantiles conocidos. Los padres que gracias a la experiencia recogida en múltiples ingestas de falafel y tabule habíamos llevado cámara, sacábamos fotos.
La cuestión es que ahora Ramiro está furioso porque no fue invitado a la fiesta que nunca existió, y yo no sé si no le explico la verdad porque dudo de que a su corta edad comprenda el improbable vínculo entre el restaurante árabe y Winnie Pooh, o porque me avergüenza que a tan corta edad ya constate que mamá le mandó fruta con tal de sacarse el tema de encima. Mi esfuerzo actual consiste en tratar de que Ramiro se concentre en el concepto de que existía la vida en la Tierra antes de su nacimiento, algo que parece enfurecerlo aún más.

Nunca deja de sorprenderme la parsimonia con que Manu tolera los embates de Ramiro. Le roba la pelota, los anteojos de sol, el celular, el MP4, cualquier cosa que tenga en la mano o esté a punto de agarrar, y Manu por lo general sólo revolea los ojos hacia arriba con cara de "ya vendrá a pedirme la moto para salir con la novia y ahí me voy a vengar". Pero la disputa no se limita a los objetos.

Hace poco Manu, que es muy creativo, fue elegido para escribir, codirigir y protagonizar un cortometraje que dentro de un tiempo será exhibido en un festival de cortos hechos por chicos de distintas partes del mundo. Como trata sobre su vida, el proyecto convirtió nuestra casa por momentos en una sede de Gran Hermano, experiencia que por cierto no recomiendo a nadie y de la cual creo que, para aceptar someterse voluntariamente a ella durante largos períodos, hay que ser como, digamos, los chicos de Gran Hermano. Ramiro no pudo con su genio: cada vez que tuvo ocasión se robó la escena, abusando de su condición de niño menor de la casa. Si bien es habitual que sea un chancho para comer como todos los chicos de su edad, admito que mientras mojaba la papa frita en el postrecito de chocolate su insistente búsqueda de la cámara para que lo enfocara ya era un tanto irritante, como esas promotoras que estiran el cuello detrás de los deportistas cuando éstos hacen declaraciones a la prensa, no sé si se fijaron.

Generosamente, Manu le dio un lugar privilegiado en la edición final de la película, porque, con todas las incidencias del caso, tienen una relación hermosa. Y me van a disculpar que esta vez no termine la historia buscando rematar con un chiste, sino con un apunte que me emociona: hace un tiempo Ramiro inventó, totalmente por su cuenta, un nuevo apodo para su hermano. Derivado de Manuto, que es una deformación "ramirezca" de Manucho, como le decíamos a veces, un buen día lo empezó a llamar Manutísimo. Toda una declaración de principios: más allá de los celos y la competencia, Manu es para Ramiro un "ísimo". El más grande, un superlativo.