sábado, 7 de junio de 2008

Una mañana de domingo


Balcón que podría caerse. Buenos Aires, preparada para la eventualidad.

Cómo hará para esperar los 2 minutos del microondas un
señor que ni siquiera tiene que frenar ante un semáforo en rojo.


Ramiro tiene algo con las sirenas. No con esas señoritas con cola de pez y actitud que siempre me olió un poco a ligereza de cascos, sino con las de los vehículos de servicio, en particular ambulancias, bomberos y policía. Las dintingue una de otra a la perfección, y se irrita cuando los adultos las confundimos.

Este interés específico deriva de uno más general, que abarcaba originalmente a todo vehículo de cuatro ruedas o más que no fuera un auto. En aquel entonces, a cada paso yo debía explicarle a Ramiro la función de cada combi, camioneta, camión de mudanzas, grúa, etc. que circulara dentro de un radio de cien metros alrededor nuestro.

A veces era una tarea sencilla -el camión de caudales lleva plata al banco, el de mudanza traslada los muebles de las personas- pero en otros casos, dilucidar el contenido del rodado se tornaba un trabajo de inteligencia digno de James Bond. Más de una vez me encontré husmeando la parte trasera de una camioneta particular mientras ésta esperaba a que cambiara el semáforo, para terminar topándome invariablemente con el rostro de un conductor de bigote tupido y cejas arqueadas con expresión evidente de “señora, le está dando un pésimo ejemplo de desequilibrio mental a su hijo”.

Actualmente, bomberos y policías le causan a Ramiro un entusiasmo importante, aunque nada iguala a las ambulancias, con sus sirenas de ruido agudo e insistente, y sospecho que no siempre del todo necesario, en especial si las vemos parar frente a la panadería para comprar medialunas, como me pasó el otro día.

Hace un tiempo, Ramiro y yo decidimos caminar una mañana soleada de domingo hasta el Parque Rivadavia. Sobre la avenida había estacionadas dos camionetas pintadas de amarillo con la inscripción “Emergencias”, que de inmediato llamaron la atención de mi hijo. Ninguno de los dos tenía idea de su función, así que decidimos indagar en el tema. Nos acercamos a una de las combis, poblada por tres sujetos adormilados que no parecían estar en el estado de alerta que una sospecharía requieren las emergencias, pero bueno.

Con mi mejor cara de Jacinta Pichimahuida, modulando exageradamente y arqueando las cejas con expresión de “ustedes síganme la corriente que yo sé a dónde estoy yendo”, pregunté: “Acá Ramiro quisiera saber para qué sirve esta ambulaaaancia”. Lo dije así, alargando la aaa en un intento de que los señores de la camioneta comprendieran cabalmente la travesía didáctica en la cual estaba embarcándolos.

El recurso no pareció surtir efecto. El señor más próximo a la ventanilla me miró fijo por unos segundos y, sin manifestar entusiasmo alguno por salir de su letargo, me espetó: ”Esto no es una ambulancia”. Los otros dos permanecían en los brazos de Morfeo.

Todavía con la ilusión de que los servidores públicos interpretaran el sentido de mi puesta en escena, continué como si nada: “Bueno, entonces Ramiro quisiera saber qué función cumplen ustedes para nuestra ciudaaaad”.

El potencial conductor, secundado ahora por sus acompañantes, que ya habían entornado los ojos para detectar a las inoportunas voces que interrumpían su siesta, respondió con convicción: “Estamos acá para socorrer a las víctimas en caso de que se caiga algún balcón”.

El intercambio verbal se paralizó por varios segundos, en los cuales fue reemplazado por el siguiente diálogo telepático: “Señor acá como me ve, en joggineta y con rodete, soy una profesional respetada y el año pasado aprobé Biofísica del CBC. No me tome por estúpida”.

“Señora, quítese de aquí y llévese a su curioso párvulo a preguntarle al enano del circo cuándo piensa crecer. Acá estamos tratando de no trabajar”, respondió mentalmente el socorrista peor predispuesto del mundo.

Esbocé una sonrisa socarrona, para ocultar en realidad mi sensación de derrota absoluta, y dije: “¿Se caen mucho los balcones por acá?”

Nos dimos media vuelta y le expliqué a Ramiro que los señores de la camioneta amarilla eran agentes encubiertos del FBI que participaban en una compleja operación para asestarle un golpe definitivo al narcotráfico que azota las calles de Caballito entre Avenida la Plata y Acoyte, en una riesgosa tarea que podría revelar nexos al más alto nivel gubernamental. Me pareció un argumento más razonable que el de dos camionetas y seis señores esperando que se caiga un balcón en una soleada mañana de domingo.