martes, 26 de junio de 2007

Feliz cumpleaños


Chizitos que para el papá de Nico representan a Lucifer

Honestamente, me gustaba más cuando yo decidía todo sobre el salón,
la animación y los invitados, y mi hijo ni se enteraba de que había cumplido años.

Por fin llegó el día. Con Ramiro, cada espera de "el día" siempre resultó particularmente prolongada. Ramiro nació unas pocas horas pasada la fecha de parto estimada por el médico, y sin embargo desde hacía una semana todo el mundo me decía "cómo se está atrasando", algo que por otra parte es de lo más normal. Cuando iba a cumplir un año ya hacía dos meses que caminaba, corría, saltaba y trotaba, de modo que resultaba difícil creer que recién tuviera un año. Para el siguiente cumpleaños había adquirido un tamaño decomunal y yo no veía la hora de que por fin tuviera como mínimo dos años, algo más acorde a su contextura física, y ahora que estaba por cumplir tres, la espera nuevamente se hizo eterna, en especial teniendo en cuenta que es el más chico de la clase por edad, pero el más grande físicamente por lejos.

Por fortuna, el cumpleaños transcurrió más o menos por carriles normales. No parecía que fuera a ser así unos días antes.

No tanto por la fiebre que tuvo los dos días previos, una bromita que suelen hacer los nenes frente a los momentos importantes como para ponernos bien nerviosos y obligarnos a pensar en suspensiones y en planes B, sino más bien por cierta actitud hostil que venía sosteniendo Ramiro desde hacía ya un par de meses.

Hace un tiempo, Ramiro empezó a decir que no quería que en su cumpleaños hubiera muchos chicos "porque va a ser un lío". En rigor, sólo quería que asistiera Yamila, su niñera. De nada sirvió que le explicáramos una y otra vez que, por empezar, festejar un cumpleaños en un salón sin chicos de su edad no tendría demasiada gracia, y que por otro lado, Yamila ya había superado en varios años la edad límite para ingresar al pelotero, aunque se quitara los zapatos. El se mantenía en su postura y hasta el día anterior seguía diciendo que no quería otros chicos en la fiesta.

Yo ya me imaginaba a Ramiro contratando un patovica para que rechazara niños en la entrada del salón, portando una fotografía de Yamila para reconocerla cuando llegara y extenderle la alfombra roja. Peor, me imaginaba al patovica trompeando a Matías, Catu y Aluminé, a mí declarando en la comisaría y a mi marido vestido con esos trajes rayados que tan poco favorecen la imagen de uno en las fotografías.

Por alguna razón, no hubo patovica y Ramiro finalmente le permitió la entrada a todo el mundo. Incluyendo a varios nenes que no tenía idea de quiénes eran. Porque los padres hacemos esas cosas: invitamos al cumpleaños de nuestros hijos a los niños de gente que NOSOTROS conocemos y que NOSOTROS queremos que vengan, sin siquiera consultarles a los agasajados.

Fue el caso de Abril, la diminuta hija de mi amiga Ivonne, que no sólo tiene un año menos que Ramiro, sino que al lado de él su tamaño es liliputiense. Y el de Carolina y Julián, los mellizos de mi amiga de la infancia Erica, quienes se habían visto con Ramiro la última vez creo que cuando ellos tenían ocho meses y Ramiro un año más. En un momento del festejo, mientras comían panchos y papas fritas, Ramiro se sentó en el medio de Abril y Carolina y las empezó a mirar fijo, como diciéndoles: ey, ustedes dos, qué onda. Se confundieron de cumpleaños.

Mientras tanto, Nico Del Chupete, el hijo de mi amiga Claudia -de quien me complace anunciar que entre la anterior columna "Cucupeto", donde lo traté de mudito, y ésta aprendió como tres palabras- se abalanzaba sobre el tazón de chizitos con expresión de Hannibal Lecter ante una gordita interesante. Es que, me contó Claudia, el papá lo tiene sometido a una especie de régimen espartano en el marco del cual le hizo creer que cada ser humano tiene permitida la ingesta de un solo chizito por vida entera, con lo cual Nico debe haberse creído que había entrado al Paraíso. Algo prematuramente, pero Paraíso al fin.

Lo que no termino de entender es la estrategia de marketing de algunos salones. Digamos, ¿por qué pagaría yo nuevamente el año próximo para que me hagan hacer el ridículo frente a 20 párvulos muertos de risa, más unos cuantos adultos sintiendo vergüenza ajena? Uno pensaría que, festejando el cumpleaños en un lugar en el que la organización corre por cuenta de gente especializada a la que uno paga por ello, está todo resuelto y cualquier otra intervención de uno resulta innecesaria. No tan así. Mi marido y yo debimos enfundarnos en unos absurdos trajes de granjero/vaca -a mí también me resultó confuso: éramos granjeros, pero los sombreros eran cabezas de vaca-, mientras los niños nos llenaban los amplios pantalones con sachets de leche. Cabe destacar que mi popularidad al lado de la de mi marido demostró ser altamente superior, ya que recaudé casi el doble de sachets. Antes de ello debimos vestirnos y actuar de "maestros pancheros", sirviendo panchos a los niños. A todo aquél que tenga fotos, ruego enviarme por correo los negativos y todas las copias. Será recompensado.

domingo, 17 de junio de 2007

Una vuelta más

Mickey medio trucho, como los de las calesitas

Veo al calesitero dándole a esa rubiecita la sortija que acaba de negarle
a mi hijo y pienso: sádico, racista y mujeriego.

Hace mucho que no escucho una canción de Panam, y no estoy segura de si eso me provoca placer o un cierto dejo de desasosiego. A cualquier persona que sepa distinguir más o menos entre una canción y un crimen universal en nombre de la música, le causaría un gran alivio no tener que exponerse a las notas letales de la rubia ¿actriz, conductora, modelo?, en cambio a mí me recuerda que Ramiro se está haciendo grande, y es inevitable que las mamás queramos, en algún lugar de nuestro corazón, que nuestros hijos sigan escuchando a Panam. Quiero decir, que sigan siendo bebés.

Ramiro y yo sufríamos su primer disco -no sé exactamente cuántos editó, si existe Justicia en el mundo debería ser sólo uno- a diario hace ya bastante tiempo, cuando él era bien chiquito y le encantaba dar vueltas y vueltas en la calesita. Ahora apenas da alguna que otra cada tanto, como quien despunta un viejo vicio.

Pero Panam no era nuestra única tortura musical cotidiana; también Floricienta nos martilló los tímpanos largo rato con las mismas cuatro canciones. Al principio yo creía que por alguna extraña coincidencia siempre caíamos cuando pasaban los mismos temas, pero con el tiempo advertí que no existía en el menú musical de nuestra calesita habitual otra variedad discográfica. Hoy en día se le agregaron un par de melodías de la serie Patito Feo, las cuales me hacen extrañar con ahínco las horribles letras y entonación de Panam, que al menos me parecían ligeramente menos perniciosas para la influenciable cabecita de los niños.

Dentro del universo de Ramiro hay en puja varias calesitas, y no estoy segura de si él tiene algún favoritismo, como sí es mi caso. Para mí, a la calesita de Gustavo no hay con qué darle, mientras que la del Parque Rivadavia me parece una estafa.

La calesita de Gustavo está en la Plaza Almagro, a la que concurrimos diariamente. Gustavo es un muchacho algo retraído que maneja la calesita junto con un señor muy mayor que supongo será su padre, y verlos llegar e irse juntos da ternura.

Gustavo parece muy orgulloso de su calesita; la tiene impecable y le dedica mucho trabajo. Vive retocando la pintura de los caballitos, autos y aviones, e incluso su Pato Donald y su Mickey se parecen bastante a los originales, en lugar de asemejarse a primos lejanos como suele ser el caso. Las vueltas duran exactamente una canción, y algunas veces, obedeciendo a una lógica que aún no logré dilucidar pero que algún día desentrañaré, a poco de comenzar un tema Gustavo lo hace volver a empezar, optimizando de este modo el valor de la ficha abonado por los padres o eventuales acompañantes de los párvulos.

No en todos lados la duración de la vuelta está clara, y cuando esto sucede a mí personalmente me saca de quicio. La calesita del Parque Rivadavia, por ejemplo, me resulta incomprensible. Uno nunca sabe bien cuándo terminó la vuelta, porque arranca y frena en forma totalmente desacompasada de la música, y como además de por sí anda medio lenta, cada dos por tres los adultos nos estamos todos mirando como diciéndonos "¿está terminando? ¿sacamos a los chicos de los caballitos, o cuando empecemos a hacerlo esta cosa remontará vuelo y saldremos todos despedidos hacia las copas de los árboles?"

Otro revés es que está alfombrada con una carpeta que no debe haber visto una aspiradora en años, la música es del año del jopo y se escucha sólo cuando uno pasa al lado del parlante -del lado de la calle Rosario sólo se distinguen las bocinas de los autos-, y por si algo faltara, el señor que expende los boletos no es simpático.

Existe asimismo una tal "calesita del burro" que extralimita mi rango de conocimiento, porque es un lugar al que Ramiro va sólo con Yamila, su niñera. Tengo entendido que queda por Congreso y que van ahí cada vez que Ramiro tiene ganas de viajar en subte. No sé cómo anda de pintura, qué música pasan, si el piso es de madera o alfombra ni si Mickey se parece a Mickey o a la Rana René.

Cuando Ramiro era muy chiquito y ya se había hecho habitué de la calesita de la Plaza Almagro, Gustavo, que es tímido pero cariñoso con los chicos, aparentemente lo confundía con otro nene, de nombre Nicolás. Una y otra vez le decía "hola, Nico", y a mí me daba pudor y pena corregirle el error, mientras que Ramiro miraba para cualquier lado porque no se sentía particularmente aludido.

Un día se lo comenté a mi marido, quien abordó el tema con cierta alarma. "¿No te parece que es un riesgo que le diga Nico si se llama Ramiro?", me preguntó. Ante mi expresión de total desconcierto, agregó: "¡¡Mirá si un día le pasa algo a Ramiro y Gustavo empieza a preguntar dónde está la mamá de Nico!! Me dejó reflexionando. No tanto por la improbable peligrosidad de la confusión de Gustavo, sino más bien acerca del concepto que mi marido tiene de mí como madre. En qué circunstancia podría darse que el calesitero tuviera que estar vociferando en busca de la mamá de un nene que por entonces no llegaba al año de vida. Qué estaría haciendo yo por la Plaza Almagro, o mejor dicho, qué cree mi marido que podía estar haciendo yo mientras mi bebé daba vueltas en la calesita escuchando a Panam.

domingo, 10 de junio de 2007

Una vida social agitada

Escasas hamacas de la Plaza Almagro que los niños se disputan a golpes de puño

¿Se acuerdan de Carlín Calvo y Pablo Rago en Amigos son los amigos?
Apuesto a que hoy en día apenas si se ven en los Martín Fierro.

Ramiro está decepcionado y furioso: por primera vez experimentó lo que es una puñalada por la espalda, excepto que los niños no saben apuñalar por la espalda, entonces pegan piñas en la cara. Matías, su mejor amigo del jardín, lo despidió ayer con una trompada que le hizo sangrar la nariz, cuando Ramiro le iba a dar un abrazo de despedida al final del cumpleaños de Catu. Vaya a saber qué le pasó por la cabeza a Matías, posiblemente el simple cansancio de un chico que venía de todo un día de jardín, plaza, gimnasia y cumpleaños. Aparte Matías se levanta antes que las gallinas, así que a las 8 y media de la noche me imagino que estaría agotado.

Ramiro dice que él quiere que Matías siga siendo su mejor amigo, pero que preferiría que no le dé piñas. Ramiro y Matías empezaron la adaptación a la colonia del jardín el mismo día hace un año y medio; fueron más o menos amigos el año pasado, y se hicieron carne y uña ahora en sala de 3, porque quedaron sólo cuatro varones y deben hacerles frente a unas 10 nenas. Los dos llevan siempre un juguete de su casa al jardín todos los días, y tengo entendido que no se prestan nada entre sí; curiosa forma de llevar adelante una amistad profunda. Pero ellos se entienden.

En un escalón inferior vienen los demás amigos de Ramiro. Con los otros dos varones de la Sala Roja no parece haber establecido un vínculo demasiado estrecho, y yo tengo una teoría: tanto Tomy como Juan Martín son, a pesar de que ya cumplieron los 3 años y Ramiro no, físicamente muchos más menudos que él. Presumo que no se le deben acercar demasiado por instinto de autoconservación.

Catu es la nueva estrella en la constelación Ramiro. Pasó del turno tarde al de la mañana, es rubia y extravertida, y me temo que Ramiro está empezando a enamorarse. Al menos sé que la carga todo el tiempo con el cantito "Catalina-Cartulina", y sabemos que esas bromas terminan en romance.

Malena R. es la primera cabellera víctima de las descomunales manos de Ramiro. Se conocieron cuando Ramiro empezaba la colonia, al año y medio, plena época de tirar de los pelos. Mi hipótesis es que Ramiro eligió acosar capilarmente a Malena R. como una forma de vengarse de todas aquellas personas que disfruten de una cabellera frondosa, teniendo en cuenta que ya resulta más que evidente que, en ese aspecto, los genes de Ramiro decidieron expresar lo más ralo de ambas ramas hereditarias.

Malena G. es un caso medio problemático, porque yo me llevo muy bien con la mamá y he charlado cordialmente con el papá, pero nuestros niños no se dan la menor bolilla. Se ven en el jardín, en plaza, en gimnasia y en los cumpleaños, pero se ignoran. Vaya uno a saber por qué.

Aluminé estaba enamorada el año pasado de otro Ramiro que había en la clase, pero este año se cambió de jardín, entonces me parece que le echó el ojo al mío. Se ve que le gustan los Ramiros. Con Aluminé y con Abril conforman un trío poderoso que acapara las tres hamacas para nenes grandes que quedaron en la plaza Almagro y no las sueltan más, mientras charlan, se ríen, cantan y se bambolean.

Permítanme hacer un aparte sobre la Plaza Almagro. Después de ocho meses de remodelación, esto fue lo que nos dejaron. Ahora tiene el triple de cemento que antes, y un sector de juegos que debe ser la mitad que el anterior. Nos birlaron un set de cinco hamacas, y ahora hay que presenciar escenas de pugilato entre menores por quién captura una de las claramente insuficientes que quedaron. Y esa fuente de agua, por favor. En realidad el "de agua" sobra, porque nunca la vi funcionar, está sólo la plataforma con agujeros que aspiran a chorros hídricos, pero de momento nada. El problema es que en algún momento debe haber salido agua de ahí, posiblemente el día de la reapertura de la plaza, y la misma quedó estancada en una especie de canaleta ancha alrededor de la fuente, que hoy funciona como peligro latente de ahogo de niños, fuente potencial de contaminación y manjar para los mosquitos que, como es sabido, asuelan Buenos Aires cada vez que la temperatura sube de los 8 grados.

Pero gracias a la Plaza Almagro, Ramiro conoció a Frida. Una rubiecita preciosa que va a otro jardín a la tarde, y que todos los mediodías se encuentra con Ramiro en las hamacas o los subibajas. Creo que es una posible competidora de Catu.

Lolo desapareció de golpe. Lolo es una especie de Jaimito último modelo; todos conocen su nombre porque las maestras no paran de gritarlo cada vez que descubren que alguien hizo lío. Lolo era la razón básica por la cual Ramiro iba los sábados al club: para salpicar a Lolo en la pileta. Un día no vino más, no sé si porque se cambió de turno o porque dejó de ir al club. Con Ramiro prácticamente tuve que hacer una nueva adaptación al club desde que no está Lolo, ya que los otros compañeritos de actividad definitivamente tienen mucha menos onda.

Y Felipe no sé quién es. Ramiro lo nombra e incluso lo quiere invitar a su compleaños, pero no hay ningún Felipe en su sala ni en el grupo del club, ni en la plaza. Sus explicaciones al respecto son confusas, y no sé si ya debería empezar a preocuparme por las amistades dudosas que Ramiro pudiera llegar a tener. Yo por las dudas hago una invitación de cumpleaños a su nombre. A lo mejor aparece y me entero.

domingo, 3 de junio de 2007

Cucupeto

Fefifo

Me pregunto cómo podemos compartir la misma Real Academia,
si uno viaja a España y no entiende la mitad de lo que dicen.

Lo que voy a decir no es ninguna genialidad, lo sé: la forma en que habla Ramiro, más precisamente la lengua de los nenes de dos-tres años, es muy cómica. No conviene distraerse en esta etapa, porque después empiezan a pronunciar todo bien y pierden la gracia.

Como todas las mamás, yo le entiendo a Ramiro el 95 por ciento de lo que dice, cuando la media normal para el resto de la gente ronda, por hacer una estimación casera y acientífica, en un 65 por ciento para familiares y personas allegadas, y un 20-30 por ciento entre los extraños que mantienen con él un encuentro ocasional.

Ramiro empezó a caminar de muy chico, y por lo general esta facultad suele venir acompañada de una modorra inversamente proporcional en el área verbal. De manera que al año y medio todavía señalaba todo con el dedito y casi no abría la boca, como Nico, el hijo de mi amiga Claudia, que con casi dos años juega al oficio mudo pero es más vivo que el nene de Hermanos y Detectives.

Eso sí: el día que Ramiro empezó a hablar no paró. Hoy por hoy mantiene diálogos con sus amigos, los amigos de sus amigos, los taxistas, el chico que reparte volantes en la esquina, las heladeras y los mosquiteros, por poner sólo dos ejemplos de ítems inanimados a los que Ramiro también es capaz de hacer conversar.

Pronuncia las cosas como puede, de modo que, igual que hacemos con un extranjero que en plena calle Florida intenta preguntarnos dónde queda el Cabildo con un background de español que no supera el "hola" y el "gracias", uno debe esforzarse por comprender el contexto de la frase; de dónde venimos y hacia dónde vamos.

A veces da pena que supere ciertas barreras encantadoras, como cuando decía "tishi" por taxi, y al tiempo le empezó a salir bien. Todavía al día de hoy, Horacio el diariero le dice "¿te vas a tomar un tishi?" y Ramiro lo mira con cara de "pobre, tiene dificultades para pronunciar bien taxi".

En muchas ocasiones toma el camino más largo pero al final llega al lugar indicado, como cuando dice "quiero subirme arriba de vos". Si algo no se le puede atribuir es vagancia: con un certero "upa" el mensaje sería el mismo, pero él se esfuerza por pedirlo como un nene al borde de los tres años.

Hace un tiempo, Ramiro llegó a casa con un término novedoso: Cucupeto. O cucupeto con minúscula, no sabría cómo escribirlo porque a pesar de que hace ya meses que le damos vueltas a la palabrita, aún no hemos logrado dilucidar su significado, mucho menos si se trata de un nombre propio, un sustantivo, un verbo o un adjetivo. Ramiro parece divertirse mucho con nuestra incógnita: después de un tiempo de comprobar que no importaba cuánto se empeñara en explicarnos, ni mi marido ni yo lograríamos entender el significado de Cucupeto (o cucupeto), empezó a otorgarle implicancias distintas cada vez. Un día nos dice -todavía lo hace- que es una rana, otro día un hipopótamo, y cuando está inspirado habla de herramientas para la ebanistería o teoremas matemáticos. Nosotros estamos bastante desorientados, y Ramiro se ríe.

Ahora llegó el fefifo. Sé que no es Fefifo con mayúscula porque se trata casi con seguridad de un sustantivo común, más concretamente una casita que Ramiro me señala en el folleto del pelotero donde vamos a festejar su cumpleaños dentro de poco. Para él, esa casita de plástico es un fefifo, y lo dice con tanta convicción y firmeza que me tomé la molestia de entrar al sitio de la Real Academia Española para comprobar si mi hijo ya empieza a tener más riqueza de vocabulario que yo. "La palabra fefifo no está en el diccionario", señala con buen criterio la RAE. "Siga participando", le falta decir.