domingo, 27 de mayo de 2007

Música para mis oídos

La dupla radial sabatina Zaiat-Tenembaum

Recuerdo a Axl Rose mostrando el trasero por la ventana del Hyatt
y me prometo a mí misma: mi hijo nunca irá al coro del colegio.

Ramiro es un enamorado de la música, y la situación me preocupa un poco. Es decir, si el día de mañana se revela como un Beethoven los inconvenientes actuales serán una anécdota, pero actualmente su fanatismo por algunas melodías le provoca simpatías que podrían derivar en que en el futuro sea citado por la Justicia como testigo -espero que no sea como imputado- en resonantes casos policiales.

Bien tempranito todos los sábados Ramiro y yo vamos juntos al club, en el auto, escuchando la radio. Siempre a la misma hora, en el programa de Tenenbaum un columnista habla de las novedades –o ausencia de ellas- en el caso García Belsunce, y cierra el comentario una canción breve de humor bastante negro cuyo estribillo es un pegadizo “qué cosa, qué cosa, qué cosa Carrascosa”. Ramiro enloquece cada vez que la escucha, y cuando termina me la reclama de nuevo. Como todavía no entiende bien la diferencia entre radio y CD, el resto del viaje me martilla los oídos al grito de “poné Qué cosa Carrascosa, poné Qué cosa Carrascosa”. Yo, para salir del paso, le prometo que se la voy a comprar en Musimundo. Creo que me voy a ir al infierno.

Inclinaciones carcelarias al margen, Ramiro está todo el día cantando canciones, en su mayoría inocentes melodías infantiles. Yo no sé si los otros nenes hacen lo mismo, en realidad podría preguntárselos a las numerosas personas con hijos que conozco, pero nunca lo hice. A lo mejor esta columna provoca que algunas colegas mamás -o papás, o acaso jóvenes de 18 años distanciados de su madre- comenten sus propias experiencias como pasó con la pistolita de agua, que –ya sea en público o en privado- me valió varios mazazos por la cabeza.

Lo cierto es que Ramiro canta todo el tiempo; mientras juega con los Lego, a la hora de comer –más bien, EN LUGAR de comer-, cuando lo cambio, en la bañadera, en fin, nada detiene sus veleidades musicales. Y sé perfectamente a quién salió: yo soy de esas personas que están todo el día tarareando por lo bajo y muchas veces no se dan cuenta; en ocasiones incluso en lugares o momentos inadecuados, como velorios, exámenes o discusiones fundamentales con mi marido.

A veces se produce entre Ramiro y yo una especie de colisión musical, en la cual ambos nos descubrimos entonando cada uno la melodía de su preferencia, in crescendo. Por lo general la batalla se salda con Ramiro diciéndome “vos no cantes” y yo haciendo mutis por el foro, pensando si en verdad lo hago tan mal que mi propio hijo me manda a callar.

De todos modos no creo que lo haga porque desafine; su oído no parece estar aún suficientemente desarrollado como para distinguir matices en este aspecto. De lo contrario, no tendría la adoración que tiene con el profesor de bajo de su hermano Manuel. El profesor de bajo es un muchacho de lo más simpático y atento, que cada vez que viene a casa a darle clases a Manu trae un par de partituras con melodías infantiles para hacer una especie de sobremesa con Ramiro, que disfruta como loco cantando con él y haciendo que toca el bajo y la guitarra. Pero voy a ser completamente honesta: si el profesor de bajo en lugar de cobrar por enseñar a tocar ese instrumento lo hiciera por dar clases de canto, yo lo denunciaría sin dudarlo un instante a Defensa del Consumidor.

Pero el profesor de bajo no es aparentemente el único desafinado del coro de ángeles que rodea a Ramiro: una vez en una reunión de padres en el jardín la directora Liliana comentó, a cuento no me acuerdo de qué, que el profesor Fernando, maestro jardinero de Ramiro -sí, Ramiro tiene un maestro jardinero varón-, canta como para espantar monstruos. Desde entonces, me muero por escuchar cantar al profe Fer, y ya estoy pergeñando la manera. Cuando me cite para darme el informe de cómo evoluciona Ramiro en el jardín, pienso decirle que me cante la de "Pepín, Pepón, el oso rabón" o lo que sea que dice una canción con la que Ramiro me enferma desde hace meses, reprochándome que no sé la letra ni se la entiendo a él. Al profe Fer no le va a quedar otra que cantármela, todo sea por el desarrollo musical de Ramiro. Después les cuento.

domingo, 20 de mayo de 2007

Gimme the Power (Ranger)


Cosa que el kiosquero describió como un Power Ranger que baila

Si la Mujer Maravilla se enamoró de un pelmazo que no veía que
era su propia secretaria, ¿qué nos queda a las mujeres sin superpoderes?

Había una época en la que Ramiro no miraba la tele; luego vino otra en la que sólo miraba Discovery Kids: Barney, Backyardigans, lo que yo describo como "dibujitos de líneas redondeadas", porque son todos como buenitos y suavecitos. Un día comenzó a pedir algo más hardcore y empezamos a surfear opciones hasta que caímos, inevitablemente, en la pesadilla de los Power Rangers. No sólo Ramiro; todos sus amiguitos están enloquecidos con los Power Rangers. La culpa la tienen los programadores de Jetix, que compraron todas las -numerosas- temporadas de estos engendros, colocaron las cintas una detrás de otra y desde entonces se están echando una siestita.

Para aquellos que vivan en la galaxia Andrómeda, los Power Rangers son unos señores que se mueven en quintetos, se visten cada uno con un traje de distinto color y se pelean todo el tiempo con enemigos que muchas veces tienen el cuerpo de un humano más bien esmirriado y la cabeza de un monstruo de esos de las películas del año del jopo, que no asustan a nadie y para los cuales cinco Power Rangers son un exceso. No puedo dar una descripción más acertada porque debo confesar que les tengo muy poca paciencia; he hecho intentos por ingresar al mundo de mi hijo sentándome a verlos un rato, pero invariablemente a los 10 segundos me asaltan unas ganas irreprimibles de trompearlos a los cinco a la vez.

Creo que los modelos de los trajes varían según la temporada, pero hay al menos una en que son claramente de una tela infame a la que en cualquier momento uno de ellos lanza una patada al aire y se le abre un siete en las posaderas. Otro karma es la cabeza: esos pobre cinco sujetos -que en definitiva son seres humanos que al final del día se cambiarán y se irán a tomar el bondi a casa- deben tolerar interminables grabaciones al borde de la hipoxia; otros superhéroes como Superman o la Mujer Maravilla al menos podían oxigenarse libremente, aunque también los hay que han tenido las vías respiratorias ligeramente obstaculizadas, como Batman o el Capitán América, sin olvidarnos de otros mártires del anhídrido carbónico como el actualmente en boga Hombre Araña. Dentro del rubro no debe haber nada peor que hacer de Empanada gigante que entrega volantes un mediodía de verano en Corrientes y Esmeralda.

Qué exactamente le atrae a Ramiro de los Power Rangers es un enigma más difícil de dilucidar que el asesinato de Olof Palme. Personalmente, yo no lo vi prestarle atención a la serie más de dos minutos consecutivos, pero Dios no permita que yo intente cambiar de canal, porque mi mano y el control remoto pueden llegar a terminar juntos entre sus dientes en una fracción de segundo.

Pocas cosas hay más indignantes que los muñecos símil Power Ranger que venden en jugueterías y kioscos. La mayoría de ellos se parece más bien poco a los originales, se les descascara la pintura en un santiamén y termina siendo un quinteto monocromático, no tienen ninguna estabilidad y, me van a disculpar que sea tan poco elíptica, pero hay una línea de Powers de kiosco que todos tienen pechos de mujer, y que yo sepa al menos todavía no hay ninguna temporada en la que los cinco sean féminas. Un día me molesté especialmente en observar si los caballeros Power ostentaban en promedio unos pectorales inflados a hormonas esteroides como los de los muñecos que tiene Ramiro, pero no sólo no lo comprobé, sino que además quedé bastante poco impresionada con el físico de los señores que hacen de Power Rangers; creo que la gente de casting podría haberse esmerado un poco más.

Hace algunas semanas, el kiosco en el que adquirí los Power de delantera prominente comenzó a ofrecer unos muñequitos de plástico que bailaban a cuerda, de un modo bastante descuajeringado. El kiosquero nos explicó que se trataba de unos nuevos Power Rangers danzarines, aunque el único punto de contacto que yo encontraba con los célebres personajes era que en ambos casos el perfil de la cabecita era calvo. Mientras Ramiro ingresaba en el ciclo "Mamá quiero-Llanto-Pataleo-Gracias mamita", yo lanzaba por los ojos unos rayos que le decían al kiosquero: "Señor, usted es un descarado". El me respondía también en silencio con una mirada penetrante que señalaba: "Señora, no tiente al destino. Estas bazofias vienen en varios colores, yo puedo hacer que su hijo quiera más de una".

Volvimos a casa, yo derrotada por el kiosquero y mi hijo feliz, blandiendo en su manito la Estafa del Siglo. Llegamos y me apuré a grabar el video que ilustra esta columna; como era de suponer, el Power Ranger más trucho del mundo no tuvo siquiera el poder para sobrevivir más de dos horas con todas las pequeñas piezas en su lugar.

domingo, 13 de mayo de 2007

Por la no violencia

La pacifista perrita Lassie

Abro el pañal de mi hijo y pienso: caramba, creo
que encontré las armas químicas de Saddam Hussein.

Si Ramiro no fuera físicamente idéntico a su papá, más de una vez se me ocurriría pensar que me lo cambiaron en la clínica. Pero ya me lo dijo el doctor Gustavo: los chicos traen cosas propias, desde la cuna.

En mi entorno más próximo soy conocida por, entre otras obsesiones, mi activismo antibélico. Como además soy una ferviente partidaria del "pinta tu aldea y pintarás el mundo", empiezo por casa. Desde antes que naciera Ramiro, en nuestro hogar estuvieron drásticamente prohibidas las armas, y no hablo de las verdaderas, que directamente me parecen un disparate, sino de las de juguete. Por mí, que Ramiro dispare con la manito, que use los cucharones como espadas, pero nadie podrá decirme que yo alenté su lado violento desde chico, o que desarrolló familliaridad con las armas a instancias de su mamá.

No todo el mundo alrededor mío comparte mis ideas; con mi amiga Mirta hemos tenido varios encontronazos por esta cuestión, que hemos superado reemplazando el tema de conversación por intercambios sobre voley, reacciones químicas, casamientos y algunos tópicos subidos de tono que no voy a reproducir aquí. El peor desacuerdo es con mi padre, cazador deportivo desde siempre. Cuando era muy chica, cada vez que él emprendía un viaje de caza yo levantaba fiebre; hoy en día bromea con que va a hacer socio a Ramiro del Tiro Federal, algo que aparentemente le resulta muy gracioso; a mí no. Mi marido, por su parte, es una persona sumamente pacífica, aunque creo que considera mi postura un tanto radical.

Un día, Ramiro se obsesionó con un supuesto pez de juguete que había visto en una vidriera. Le dije que a la tarde iríamos a comprarlo, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando constaté que el presunto Nemo era... una pistola de agua. Toda mi batalla antibélica de años desfiló ante mis ojos en un segundo: ¿En qué categoría entra una pistola de agua? ¿Puede ser considerada una arma? De acuerdo, es virtualmente imposible herir a alguien con el líquido expulsado por una pistolita de plástico made in Taiwán, pero para mí había implícito un acto de violencia velada. Escribo esto y yo misma me doy cuenta de la exageración, pero consideren que la cuestión me tomó desprevenida; yo fui a comprar un pez y salí de la juguetería con mi hijo empuñando algo muy parecido a un arma.

Le dije a Ramiro que la usaríamos en la bañera, y que además lo iba a mandar a un curso de alguna asociación sin fines de lucro sobre el peligro de las armas de fuego. No pareciendo haber entendido mucho la idea, Ramiro salió a la vereda como propulsado a chorro y comenzó a apuntar directamente a la frente de toda persona que nos cruzamos. Algunos lo miraban con una mezcla de desconcierto y simpatía, otros le devolvían la gentileza jugando a que le disparaban con la mano. Yo sentía que en cualquier momento me desmayaba.

Por razones que desconozco y que el doctor Gustavo atribuye a esas cosas "que los chicos traen de la cuna", Ramiro adora las armas, en todas sus formas y a pesar del estricto embargo que pesa sobre ellas en casa.

Hace un tiempo fuimos a visitar a unos amigos que tienen un nene un año mayor que Ramiro, aunque de tamaño equivalente. Justo habían venido los Reyes Magos, que le habían traído a mi hijo un póster de Lassie y a su amiguito una espada de los Power Rangers. Ramiro quedó alucinado con la espada, lo cual a los dos años resulta un verdadero problema. En un acto inusual el amiguito le prestó un rato su espada, la cual en medio minuto en poder de Ramiro quedó partida en dos. No se me ocurre una declaración de violencia más redundante que destruir un arma con las propias manos, y no precisamente para reemplazarla por una flor como los hippies.
En casa sólo está permitido empuñar cucharones de plástico y tirar rayos, que por mí pueden ser nucleares o cancerígenos, siempre y cuando no haya choques fuertes entre los utensilios que puedan provocar lesiones físicas. En este punto sé que todos a mi alrededor están esperando el momento en que Ramiro se apunte en el Ejército para largar la gran carcajada.

Cuando fue lo del pez-pistola le comenté a mi marido que estaba preocupada por que esa circunstancia en apariencia inocente pudiera derivar en un futuro de violencia armada. Por todo concepto lanzó un comentario que hasta hoy me desconcierta: "El Unabomber era el mejor de la clase".

Les ahorro el Google: el Unabomber es un señor que hace unas décadas era un eminente matemático de Harvard, al que un día se le chifló el bonete y se fue a vivir casi sin nada a una choza en una montaña solitaria, en donde escribió un largo manifiesto en el que proponía la destrucción de la sociedad moderna y la vuelta a la era preindustrial. Hoy está preso porque mandó algunas cartas-bomba que dejaron muertos y heridos, pero esa parte ya no es tan simpática así que no nos extenderemos.

Aunque no la entendí del todo, en cierto sentido la declaración de mi esposo es un alivio: si bien insiste en la idea de que Ramiro en el futuro conocerá la cárcel por dentro (ver columna anterior "La última palabra"), al menos ahora le augura un exitoso paso previo por el claustro universitario. Algo es algo.

domingo, 6 de mayo de 2007

Talle 6

Cambiador que ya no resiste la ecuación - de 3 años = + de 20 kg

Ya me parecía que lo de Newton y la manzana debía ser un mito.
En su lugar, yo habría inventado un nuevo insulto y no una ley universal.

El otro día del jardín me mandaron una nota angustiante: tenía que enviar más pañales para Ramiro, pero éstos debían ser, por favor, más grandes porque los actuales le aprietan. Ramiro usa pañales XXL; no existe más grande que XXL. Y no culpo a los fabricantes: los nenes de menos de 3 años, la edad usual para llevar pañales, no usan talle 6 de ropa. Ya lo dije en una columna anterior: Ramiro es un meganiño.
Cuando lo habitual es que una le regale la ropa que ya no entra a alguien que tiene un hijo más chiquito, yo regalo prendas con muy poco uso -al poco tiempo ya le queda el ombligo al aire- a niños de más edad.
Todo el mundo considera una ventaja el hecho de que Ramiro, evidentemente, va a ser muy alto. Que va a ser basquetbolista de la NBA o voleibolista en Italia, que no se va a acomplejar ante las chicas, en fin, todas ventajas de cara a un futuro lejano, ninguna que me ayude hoy en día a lidiar con el hecho de que, o bien la mitad de las piernas le quedan afuera del cambiador, o le cuelga la cabeza del otro lado. El cambiador, por su parte, ruega que ya no le depositen más encima a un mastodonte de 20 kilos.
Entre tantas ocupaciones, a los padres a veces se nos pasa el detalle de que un pantaloncito que ayer le quedaba bárbaro hoy le va 4 cm por arriba del tobillo, pero para qué están las abuelas sino para hacérnoslo notar. Mi mamá eligió un sistema práctico y elegante: cada tanto me comenta que, por ejemplo, cuando lo dejo a dormir en su casa no hace falta que le mande pijama porque ya le compró "uno que le va bien holgado, no sabés lo cómodo que duerme".
Apuesto a que Newton entre todas sus leyes tiene alguna que establece que es físicamente imposible renovar en tiempo y forma el vestuario de un niño que crece con la velocidad que lo hace Ramiro. Se lo voy a preguntar a Carmelo, mi profesor de Física de la facultad, un sujeto que se parece más a Pappo que a un científico atildado de anteojitos y guardapolvo. El profesor Carmelo sabe explicar física valiéndose de chistes y comentarios como que -simplificando un poco la clase que nos dio sobre circulación sanguínea- su cabellera símil cantante de Aerosmith se la debe a que todos los días se pone un rato cabeza abajo como los budistas. No sé si me cierra el argumento porque los budistas suelen ser más bien calvitos. En otra ocasión sugirió que su relación con la policía no se ha dado siempre en los mejores términos, y en las clases sobre comportamiento de fluidos dejó entrever que Malbec, Cabernet o aguarrás, le da lo mismo. Mi conclusión es que la Física salvó al profesor Carmelo de terminar internado como Maradona o Britney Spears.
Volviendo a Ramiro, siempre me pareció una ironía que lo que a futuro promete ser una gran ventaja para desenvolverse en la vida, de chiquito resulte un verdadero hándicap: Ramiro, que caminó a los 10 meses, recién empezó a articular alguna que otra palabra completa alrededor del año y medio; antes de eso no eran más que monosílabos. Pero la gente, que lo veía con un tamaño y una motricidad de al menos 4 años, insistía en preguntarle cómo se llamaba, de qué cuadro era, dónde paraba el 71 y si tenía alguna opinión sobre las políticas del actual gobierno en torno al calentamiento global. Yo solía intervenir rápidamente para comentar que, ja ja, no es que sea tontito, tiene menos de dos años y no sabe hablar.
Cuando Ramiro tenía apenas poco más de un año, un cajero de supermercado un tanto bocón me preguntó, mientras escudriñaba su tamaño y pasaba por el lector de barras el paquete de pañales, si no iba siendo hora ya de que le ofreciera la pelela. Lo tomé como una ofensa personal y comencé a evitar pasar por su caja cada vez que hacía las compras. Hasta que un día no tuve otra opción. Esa vez me informó, a cuento de nada, que había estado en Santiago del Estero compitiendo en un concurso imitadores de silbidos de pájaros, y que le había ido muy bien. Días más tarde me vio vestida con ropa deportiva y me invitó a unirme a un grupo de aerobistas que aparentemente se juntan no sé qué días cerca de la estación de subte Castro Barros. Entonces comprendí que, a lo mejor, algunas opiniones no deberían ser tomadas tan en serio.