jueves, 16 de agosto de 2007

Había una vez

No creo que tenga marido para la semana que viene

Si Petete con su Libro Gordo siguiera dándoles las buenas noches
a los chicos desde la tele, la mitad de mis problemas estarían resueltos

Si en algo se parecen Ramiro y mi padre, es en que ambos estimulan en mí la inclinación literaria, cada uno a su modo y por sus propias razones.

Mi padre siempre soñó con que yo fuera escritora, algo que técnicamente no se dio, aunque siendo periodista tampoco es que caí a años luz de ese deseo. Además, es algo que todavía podría suceder, si algún día me visita una musa decente. Y en cuanto a Ramiro, bueno, sus aspiraciones son un poco más modestas: sólo exige que le cuente cuentos a la hora de dormir.

Cuando yo era chica me dedicaba a escribir cuentos y poemas para las maestras, y por cierto, era bastante territorial al respecto. Un día otra nena llevó una poesía que yo detecté de inmediato que era un plagio flagrante de la primera página del Anteojito, y la hice confesar delante de toda la clase, en un hecho que me persigue y avergüenza desde el día en que advertí que había sido un acto más bien canalla e innecesario.

Acaso por aquel desliz o por el simple paso del tiempo y acumulación de obligaciones mi veta literaria fue aletargándose, y hoy en día ya casi no se me ocurren historias de ficción que valgan la pena revelar a terceros. Gracias a Dios, Ramiro no es un público exigente.

Cuando Ramiro era muy chiquito yo había inventado una historia que le gustaba, y todas las noches le contaba la misma; ambos nos la sabíamos de memoria hasta el último punto. De este modo hice la plancha durante meses y por un tiempo pensé que había zafado para siempre en términos creativos, hasta que mi hijo empezó a reclamar un cambio de aire literario.

Entonces surgió la práctica que mantenemos aún hoy de reproducir la historia del dibujito animado que acabamos de ver, al cual puedo o no haberle prestado atención. En el segundo caso la versión resulta extremadamente libre, y algunas veces juraría que Ramiro advierte la fruta que le estoy mandando, pero o bien elige hacerse el sota o bien ya se encuentra en un estado de somnolencia que le desactiva el reflejo del reproche.

Otras veces se me ocurre alguna pequeña idea divertida, y Ramiro se engancha. De ahí desgrano un cuento que por lo general suele ser entre mediocre y definitivamente básico, y que cuando termino de contarlo ruego al cielo que nadie haya instalado micrófonos ocultos en la habitación de Ramiro, y que eso de la amnesia de los 5 años sea cierto, y en el futuro mi hijo nunca recuerde mi pavorosa falta de compromiso a la hora de inventarle historias para dormir.

No sé si porque soy una madre babosa o porque intento elevar la autoestima de mi hijo, mis cuentos siempre empiezan con que había una vez un nene llamado Ramiro, obsesión que hasta a él a veces le parece un exceso, porque de pronto me pide un cuento de Winnie Pooh y yo empiezo con que había una vez un nene llamado Ramiro. "No, un oso llamado Winnie Pooh", me frena en seco. Y, en una pequeña batalla absurda me mantengo en mis trece diciendo "sí, un nene llamado Ramiro que conocía a un oso llamado Winnie Pooh".

Mis historias suelen ser sencillas y previsibles, pero alguna que otra vez intento saltos cualitativos que no siempre terminan bien. Hace poco intenté matar dos pájaros de un tiro, y filtrar en el cuentito de las buenas noches el tema del control de esfínteres, que todavía no tenemos completamente resuelto. Como suelo hacer en este blog, coloqué como víctima a mi marido, y ahora temo que Ramiro le haya perdido el respeto.

Así fue como papá salió un día a la calle con un calzoncillo rosado, y Horacio el diariero le advirtió que parecía una nena. Primer error apuntado por Ramiro: las nenas no usan calzoncillos, ni siquiera rosados. Ok, Horacio le dijo que, si fuera una bombachita, parecería una nena. Segunda objeción: ¿pero no tenía pantalones? Me sentí al borde de la tragedia: hasta a mi hijo de 3 años mi consigna le resultaba un despropósito. No, bueno, en realidad por alguna razón que la autora -yo- no explicaba (porque no tenía ni idea cómo llegamos a ese ridículo lugar en cuestión de segundos), papá salió a la calle con un calzoncillo rosado y sin pantalones. Y se encontró con Domingo el portero, con Gustavo de la calesita y, finalmente, con su mamá, quien logró convencerlo de que lo más conveniente era salir a la calle con el atuendo completo y, en lo posible, un calzoncillo de algún color algo más tradicional. Acaso este último elemento haya sido el más absurdo de todo el cuento: que mi marido hubiera atendido precisamente al consejo de mi suegra. Afortunadamente, esta gaffe no fue advertida por Ramiro.

El cuento de papá en calzoncillo rosa me dejó un poco traumada. Ramiro me lo pide una y otra vez, y yo no veo la hora de que exija una renovación argumental y aquella historia inadmisible sea barrida dentro de un tiempo por la salvadora amnesia de los 5 años. Estoy considerando seriamente la opción a la que recurren los padres razonables: hacerme de un par de libritos de cuentos escritos por gente que se dedica profesionalmente a ello, con un par de correcciones antes de ser impresos, sujetos a críticas de expertos, releídos y repensados varias veces antes de llegar a oídos de los niños. Ninguno empezará con que había una vez un nene llamado Ramiro, pero al menos es de esperarse que dejen a salvo la figura paterna y otros pilares de la psicología infantil.

viernes, 10 de agosto de 2007

Manos a la obra

Esperpento vergonzoso que salió de mi lápiz cuando Ramiro pidió un murciélago

Veo las ovejitas saltar la valla en una noche de insomnio y pienso:
si las imagino con tanta claridad, ¿por qué al dibujarlas se parecen
más bien al peluquero de mi suegra?

Hace poco tuve que estudiar las leyes de Mendel sobre herencia genética, y en un momento juro que entré en pánico. No tanto por el final de Biología, que afortunadamente aprobé sin mayores sobresaltos, sino por la constatación científico-académica de algo que ya venía sospechando desde hace rato: Ramiro tiene alrededor del 75 por ciento de chances de ser el más torpe de la clase, del barrio y, si se casa el día de mañana, de su pareja y/o familia.

Mi padre es arquitecto, lo cual debería garantizar al menos un par de genes, una que otra moleculita de ADN que codifique alguna mínima habilidad para el dibujo o las manualidades. Como es habitual en muchos rasgos hereditarios, si es que esto es así quiera Dios que tal característica se exprese en este caso a generación salteada, ya que a mí no me tocó un ápice de habilidad manual. Por línea paterna, Ramiro está más que desahuciado, a juzgar por la discapacidad de mi marido para, por ejemplo, pegar correctamente las tiritas del pañal o doblar una remera.

Ramiro aprendió a pelar los caramelos solito desde muy chico, y siempre sospeché que esta capacidad extraordinaria no se debió a un talento innato, sino más bien a una suerte de instinto de supervivencia: yo soy tan torpe con las manos y tardo tanto en quitarle el papel a una golosina, que logré que un bebé con su típica falta de paciencia lograra desarrollar habilidades impensadas para su edad. De más está decir que desde hace rato Ramiro pela los caramelos más rápido que yo.

Antes del jardín la torpeza se expresaba puertas adentro, y no había por qué salir a difundirlo por los barrios. Pero el ingreso a la vida educativa resulta una pesadilla para aquellos padres que no tienen del todo claro con qué mano agarrar la tijera, ni saben distinguir bien el papel crepé del papel afiche.

En salita de 2 años, Ramiro y sus compañeros llevaron un día a casa una ovejita que habían hecho en clase. Las mamás y/o papás debíamos devolver la ovejita unos días más tarde, con una casita construida manualmente ad-hoc. No había más instrucciones ni especificaciones de ningún tipo: una casita para la ovejita. A mí me bajó la presión durante unas horas, hasta que se me ocurrió lo que por entonces consideré la idea del siglo: pegar algodón sobre la superficie de una cajita de cartón que había sido de unas zapatillas de Ramiro y recortarle una puertita por donde entraría la oveja. Fácil, atractiva, suavecita y a tono con la consigna -el vínculo conceptual ovejita-algodón me parecía un hallazgo-. Al otro día deposité a mi hijo en el jardín, muy oronda blandiendo la manualidad bien alto para que se apreciara públicamente. La mitad del algodón se había caído y creo que se leía la marca de calzado "Plumita", mientras la puertita, un tanto desproporcionada, no era del todo capaz de retener adentro a la ovejita; pero el espíritu del trabajo permanecía intacto. Sólo llegué a ver otra casita, que traía la mamá de Tomy. Estaba toda hecha de tela, bordada hasta en los detalles más insignificantes, con una puertita de tul que permitía ver adentro, muy feliz y sobre todo bien contenida en la casita, a la ovejita de Tomy. Me dije a mí misma que por el guardapolvo la mamá de Tomy, obvio, es maestra, que quizá viniera de una familia pobre en la que aprendió a remendar ropa usada para pasar el invierno, y que era muy posible que le sobrara el tiempo porque acaso tuviera una vida un tanto vacía y un matrimonio infeliz.

En el jardín Ramiro también empezó a desarrollar la típica inquietud por el dibujo. Y, como es habitual en los niños, me pide que le dibuje cosas que me dan ganas de pedirle si por favor puede hacerme un esquemita en lápiz, yo se lo pinto encima y pretendemos que mamá se lo dibujó.

El otro día el profe Fernando, su maestro jardinero, les contó que se había asustado tremendamente por un murciélago que apareció en su casa. O al menos eso es lo que me contó convencidísimo Ramiro cuando vino del jardín, aunque en la reunión de padres le pregunté al profe Fer por el tema y o bien no recordaba el incidente, o no había sido tan terrorífico como lo había descrito Ramiro, o mi hijo ya está listo para el Premio Nobel de Literatura Fantástica. Lo cierto es que me exigió que le dibujara un murciélago, como quien ordena un café en un bar. Para mí es como pedirme que le explique, en cinco minutos, cómo se calculan integrales y derivadas a un rinoceronte.

El resultado de mi esfuerzo me dio una profunda vergüenza, y todavía no sé si elegí ese dibujo para ilustrar esta columna en una suerte de acto de contrición, o por puro masoquismo. Si de algo estoy segura es que describe a las claras los extremos a los que puede llegar mi deficiencia motriz, la misma que temo con horror que Ramiro herede cumpliendo las mayores probabilidades que le asignan las leyes de Mendel.

Otro día me pidió un pajarito, y si bien tampoco surgió de mi pluma una versión muy fidedigna de la realidad, se le acercaba un poco más. Tuve mis dudas sin embargo de que Yamila, la niñera, supiera interpretar la idea cuando, después de la siesta de Ramiro, ella tomara las riendas de la situación y del block de dibujo de mi hijo. Como soy torpe pero muy escrupulosa para cuidar la coherencia y la continuidad lógica en la formación de Ramiro, le dejé a Yamila una notita que decía "hagamos de cuenta que es un pajarito".

Pero no sólo los vestigios cromosómicos de mi padre podrían salvar a Ramiro de la torpeza absoluta: el profe Fer es increíblemente hábil, y un año haciendo manualidades con él -no sólo en la Sala Roja, sino también en el taller de plástica de los miércoles- deberían ejercer sobre mi hijo algún tipo de influencia positiva que lo abstraiga de la incapacidad manual de su entorno doméstico.

Sin embargo, no todo es un lecho de rosas para los hábiles: cuando el jardín presentó una muestra de manualidades en mayo pasado, la sala comandada por el profe Fer resultó, con toda claridad, la oferta más atractiva de todas, cosechando elogios de padres y abuelos, pero también cuchicheos y miradas maliciosas entre sus colegas maestras jardineras. La seño Carola, maestra de Ramiro el año pasado, me contó los jugosos entretelones: el profe Fer va haciendo, aparentemente junto con su novia, los trabajitos con paciencia de araña todos los días un poquito desde el inicio del ciclo lectivo, y los guarda en grandes bolsas negras de nylon. Recién el mismo día que preparan la muestra, va sacando, de a poquito y con cara de regocijo, todas las manualidades. Éstas no paran de emerger de la gran cantidad de bolsas acumuladas, para envidia de sus pares, que un buen rato antes ya habían dispuesto el modesto -humano, razonable- producto de su esfuerzo sobre las mesas, opacado totalmente por las maravillas del profe Fer. Temo que algún día, en un rapto de furia, se produzca en el jardín una guerra de brillantina o un atentado con bombas de telgopor entre el profe Fer, su novia y las otras seños. No me lo pierdo por nada del mundo.

jueves, 2 de agosto de 2007

El factor Manuel

Batería de implementos que necesita Manu para peinarse para una fiesta

Observo a mi marido bañarse por tercera vez en el día y pienso: lo que
debe haber sido de adolescente si ahora tiene tanta ducha por recuperar.

Voy a aprovechar que Ramiro todavía no lee ni interpreta, porque con los celos que le tiene al hermano si se enterara de que voy a dedicarle una columna de su blog a Manuel, creo que incendia todo Almagro. Pero se me impone la licencia: no puedo hacer un blog por cada integrante de la familia, así que por esta vez tomo prestado el de Ramiro para hablar del hijo mayor de mi marido, cuyas particularidades a esta altura merecen un post.

Manuel tiene 11 años, edad en la que en mi época éramos casi lactantes, mientras que hoy se llaman a sí mismos púberes o preadolescentes, y actúan en consecuencia. Ya están obsesionados con las chicas, aunque éstas suelen ir un poquito rezagadas; en las fiestas ellos las persiguen con el juego de la botellita -algunas cosas, sorprendentemente, no han cambiado tanto-, pero muchas de ellas todavía huyen de los besos en la boca como si hubieran visto al diablo. Sospecho que la truchada actual de festejar acá también Halloween partió de unos púberes urgidos de encontrar un nuevo marco para imponer el juego de la botellita.

Manu padece un caso grave de cinefilia. El otro día hacíamos cuentas: a su corta edad ya vio tantas películas o más que un adulto entrado en años, por no mencionar que se les atreve a un montón de clásicos en blanco y negro, y a algunos films de miedo y suspenso que a mí me crispan tanto que no los puedo ver ni a mis 38 años. Como mencioné en una columna anterior, ya escribió, co-dirigió y protagonizó su propio cortometraje, que, por cierto, se exhibió hace poco en algunos festivales de Asia y creo que está programado en varios más. Hoy en día refunfuña porque no se le ocurrió a tiempo hacer una panorámica desde el cielo y, por supuesto, le da una vergüenza bárbara mirarlo.

Gracias a Dios también sale a la calle, juega al fútbol y le gustan las chicas. Esto último sobre todo. Uno de los temas preponderantes en su vida actualmente es el look, cuyas bases estéticas no necesariamente coinciden con lo que los adultos consideramos deseable. Por ejemplo, lo que él califica como un corte de pelo "cool" para mí es un nido de caranchos e incluso llamarlo "corte de pelo" es casi una excentricidad; "ausencia del mismo" sería una descripción más acertada. Pero he aquí un nido de caranchos que, a diferencia de por ejemplo la moda hippie, exige toda una movida de producción: el otro día Manu se preparaba para ir a una fiesta y tuve que hacerle de peluquera: planchita para el flequillo hacia el costado y tapando bien a propósito el ojo izquierdo, y enruladora para unos pirinchos que le salían a los costados de la nuca y que para mí habrían estado mucho mejor discretamente escondidos que así paraditos como diciendo "ey, aquí estoy, miren cómo me escapo del peinado".

Desde hace un tiempo usa además un saco tipo Leonardo Simmons, que Dios lo tenga en la gloria, y un sombrero parecido al que usaba mi abuelo para ir a misa; bufandita colocada estilo negligé -o sea, no abriga ni media amígdala- y un pulóver de rombos que fue verlo en la vidriera y enamorarse de tal modo que para lavarlo hay que extirpárselo con bisturí y correrlo por toda la casa. Al pulóver.

El otro día estaba tirado en el sillón, mirando tele a la medianoche, totalmente superproducido para ningún público en absoluto. Se me ocurrió tirar el chiste "¿a qué hora arranca el horario de protección al niño lookeado?", y fue poco menos que si hubiera hecho un chiste involuntario con alguien que se acababa de morir, tipo los que le salen tan bien a Mario Pergolini. Tal parece que mi marido había lanzado un chascarrillo similar un rato antes, y el mismo no había encontrado una recepción jocosa por parte de Manu, que reaccionó más bien ofendido y ofuscado, como buen púber que él dice que es.

La buena noticia es que Ramiro, que habitualmente le envidia todo a Manu, quiere tener lo que él tiene y suele imitarlo en casi todo, por fortuna no entró todavía en la onda pelito-carancho/saco-Leonardo/bufanda-improductiva/sombrero-para-qué-cuernos. Ni en la movida chicas-botellita-besos en la boca. Pero como viene la cosa, si los chicos de hoy son preadolescentes a los 11 años, me imagino que a Ramiro, con sus 3 recién cumplidos, le quedan con suerte cuatro o cinco más de niño. Que Dios me ayude cuando cumpla 9.