viernes, 10 de agosto de 2007

Manos a la obra

Esperpento vergonzoso que salió de mi lápiz cuando Ramiro pidió un murciélago

Veo las ovejitas saltar la valla en una noche de insomnio y pienso:
si las imagino con tanta claridad, ¿por qué al dibujarlas se parecen
más bien al peluquero de mi suegra?

Hace poco tuve que estudiar las leyes de Mendel sobre herencia genética, y en un momento juro que entré en pánico. No tanto por el final de Biología, que afortunadamente aprobé sin mayores sobresaltos, sino por la constatación científico-académica de algo que ya venía sospechando desde hace rato: Ramiro tiene alrededor del 75 por ciento de chances de ser el más torpe de la clase, del barrio y, si se casa el día de mañana, de su pareja y/o familia.

Mi padre es arquitecto, lo cual debería garantizar al menos un par de genes, una que otra moleculita de ADN que codifique alguna mínima habilidad para el dibujo o las manualidades. Como es habitual en muchos rasgos hereditarios, si es que esto es así quiera Dios que tal característica se exprese en este caso a generación salteada, ya que a mí no me tocó un ápice de habilidad manual. Por línea paterna, Ramiro está más que desahuciado, a juzgar por la discapacidad de mi marido para, por ejemplo, pegar correctamente las tiritas del pañal o doblar una remera.

Ramiro aprendió a pelar los caramelos solito desde muy chico, y siempre sospeché que esta capacidad extraordinaria no se debió a un talento innato, sino más bien a una suerte de instinto de supervivencia: yo soy tan torpe con las manos y tardo tanto en quitarle el papel a una golosina, que logré que un bebé con su típica falta de paciencia lograra desarrollar habilidades impensadas para su edad. De más está decir que desde hace rato Ramiro pela los caramelos más rápido que yo.

Antes del jardín la torpeza se expresaba puertas adentro, y no había por qué salir a difundirlo por los barrios. Pero el ingreso a la vida educativa resulta una pesadilla para aquellos padres que no tienen del todo claro con qué mano agarrar la tijera, ni saben distinguir bien el papel crepé del papel afiche.

En salita de 2 años, Ramiro y sus compañeros llevaron un día a casa una ovejita que habían hecho en clase. Las mamás y/o papás debíamos devolver la ovejita unos días más tarde, con una casita construida manualmente ad-hoc. No había más instrucciones ni especificaciones de ningún tipo: una casita para la ovejita. A mí me bajó la presión durante unas horas, hasta que se me ocurrió lo que por entonces consideré la idea del siglo: pegar algodón sobre la superficie de una cajita de cartón que había sido de unas zapatillas de Ramiro y recortarle una puertita por donde entraría la oveja. Fácil, atractiva, suavecita y a tono con la consigna -el vínculo conceptual ovejita-algodón me parecía un hallazgo-. Al otro día deposité a mi hijo en el jardín, muy oronda blandiendo la manualidad bien alto para que se apreciara públicamente. La mitad del algodón se había caído y creo que se leía la marca de calzado "Plumita", mientras la puertita, un tanto desproporcionada, no era del todo capaz de retener adentro a la ovejita; pero el espíritu del trabajo permanecía intacto. Sólo llegué a ver otra casita, que traía la mamá de Tomy. Estaba toda hecha de tela, bordada hasta en los detalles más insignificantes, con una puertita de tul que permitía ver adentro, muy feliz y sobre todo bien contenida en la casita, a la ovejita de Tomy. Me dije a mí misma que por el guardapolvo la mamá de Tomy, obvio, es maestra, que quizá viniera de una familia pobre en la que aprendió a remendar ropa usada para pasar el invierno, y que era muy posible que le sobrara el tiempo porque acaso tuviera una vida un tanto vacía y un matrimonio infeliz.

En el jardín Ramiro también empezó a desarrollar la típica inquietud por el dibujo. Y, como es habitual en los niños, me pide que le dibuje cosas que me dan ganas de pedirle si por favor puede hacerme un esquemita en lápiz, yo se lo pinto encima y pretendemos que mamá se lo dibujó.

El otro día el profe Fernando, su maestro jardinero, les contó que se había asustado tremendamente por un murciélago que apareció en su casa. O al menos eso es lo que me contó convencidísimo Ramiro cuando vino del jardín, aunque en la reunión de padres le pregunté al profe Fer por el tema y o bien no recordaba el incidente, o no había sido tan terrorífico como lo había descrito Ramiro, o mi hijo ya está listo para el Premio Nobel de Literatura Fantástica. Lo cierto es que me exigió que le dibujara un murciélago, como quien ordena un café en un bar. Para mí es como pedirme que le explique, en cinco minutos, cómo se calculan integrales y derivadas a un rinoceronte.

El resultado de mi esfuerzo me dio una profunda vergüenza, y todavía no sé si elegí ese dibujo para ilustrar esta columna en una suerte de acto de contrición, o por puro masoquismo. Si de algo estoy segura es que describe a las claras los extremos a los que puede llegar mi deficiencia motriz, la misma que temo con horror que Ramiro herede cumpliendo las mayores probabilidades que le asignan las leyes de Mendel.

Otro día me pidió un pajarito, y si bien tampoco surgió de mi pluma una versión muy fidedigna de la realidad, se le acercaba un poco más. Tuve mis dudas sin embargo de que Yamila, la niñera, supiera interpretar la idea cuando, después de la siesta de Ramiro, ella tomara las riendas de la situación y del block de dibujo de mi hijo. Como soy torpe pero muy escrupulosa para cuidar la coherencia y la continuidad lógica en la formación de Ramiro, le dejé a Yamila una notita que decía "hagamos de cuenta que es un pajarito".

Pero no sólo los vestigios cromosómicos de mi padre podrían salvar a Ramiro de la torpeza absoluta: el profe Fer es increíblemente hábil, y un año haciendo manualidades con él -no sólo en la Sala Roja, sino también en el taller de plástica de los miércoles- deberían ejercer sobre mi hijo algún tipo de influencia positiva que lo abstraiga de la incapacidad manual de su entorno doméstico.

Sin embargo, no todo es un lecho de rosas para los hábiles: cuando el jardín presentó una muestra de manualidades en mayo pasado, la sala comandada por el profe Fer resultó, con toda claridad, la oferta más atractiva de todas, cosechando elogios de padres y abuelos, pero también cuchicheos y miradas maliciosas entre sus colegas maestras jardineras. La seño Carola, maestra de Ramiro el año pasado, me contó los jugosos entretelones: el profe Fer va haciendo, aparentemente junto con su novia, los trabajitos con paciencia de araña todos los días un poquito desde el inicio del ciclo lectivo, y los guarda en grandes bolsas negras de nylon. Recién el mismo día que preparan la muestra, va sacando, de a poquito y con cara de regocijo, todas las manualidades. Éstas no paran de emerger de la gran cantidad de bolsas acumuladas, para envidia de sus pares, que un buen rato antes ya habían dispuesto el modesto -humano, razonable- producto de su esfuerzo sobre las mesas, opacado totalmente por las maravillas del profe Fer. Temo que algún día, en un rapto de furia, se produzca en el jardín una guerra de brillantina o un atentado con bombas de telgopor entre el profe Fer, su novia y las otras seños. No me lo pierdo por nada del mundo.

1 comentario:

Nacho dijo...

Me dije a mí misma que por el guardapolvo la mamá de Tomy, obvio, es maestra, que quizá viniera de una familia pobre en la que aprendió a remendar ropa usada para pasar el invierno, y que era muy posible que le sobrara el tiempo porque acaso tuviera una vida un tanto vacía y un matrimonio infeliz.

Qué desgraciada que sos.

Me reí tanto...

Che Mendel no habia hecho leyes sobre los gases? Ah no ese fue Kepler. No dije nada, no dije nada.