sábado, 7 de junio de 2008

Una mañana de domingo


Balcón que podría caerse. Buenos Aires, preparada para la eventualidad.

Cómo hará para esperar los 2 minutos del microondas un
señor que ni siquiera tiene que frenar ante un semáforo en rojo.


Ramiro tiene algo con las sirenas. No con esas señoritas con cola de pez y actitud que siempre me olió un poco a ligereza de cascos, sino con las de los vehículos de servicio, en particular ambulancias, bomberos y policía. Las dintingue una de otra a la perfección, y se irrita cuando los adultos las confundimos.

Este interés específico deriva de uno más general, que abarcaba originalmente a todo vehículo de cuatro ruedas o más que no fuera un auto. En aquel entonces, a cada paso yo debía explicarle a Ramiro la función de cada combi, camioneta, camión de mudanzas, grúa, etc. que circulara dentro de un radio de cien metros alrededor nuestro.

A veces era una tarea sencilla -el camión de caudales lleva plata al banco, el de mudanza traslada los muebles de las personas- pero en otros casos, dilucidar el contenido del rodado se tornaba un trabajo de inteligencia digno de James Bond. Más de una vez me encontré husmeando la parte trasera de una camioneta particular mientras ésta esperaba a que cambiara el semáforo, para terminar topándome invariablemente con el rostro de un conductor de bigote tupido y cejas arqueadas con expresión evidente de “señora, le está dando un pésimo ejemplo de desequilibrio mental a su hijo”.

Actualmente, bomberos y policías le causan a Ramiro un entusiasmo importante, aunque nada iguala a las ambulancias, con sus sirenas de ruido agudo e insistente, y sospecho que no siempre del todo necesario, en especial si las vemos parar frente a la panadería para comprar medialunas, como me pasó el otro día.

Hace un tiempo, Ramiro y yo decidimos caminar una mañana soleada de domingo hasta el Parque Rivadavia. Sobre la avenida había estacionadas dos camionetas pintadas de amarillo con la inscripción “Emergencias”, que de inmediato llamaron la atención de mi hijo. Ninguno de los dos tenía idea de su función, así que decidimos indagar en el tema. Nos acercamos a una de las combis, poblada por tres sujetos adormilados que no parecían estar en el estado de alerta que una sospecharía requieren las emergencias, pero bueno.

Con mi mejor cara de Jacinta Pichimahuida, modulando exageradamente y arqueando las cejas con expresión de “ustedes síganme la corriente que yo sé a dónde estoy yendo”, pregunté: “Acá Ramiro quisiera saber para qué sirve esta ambulaaaancia”. Lo dije así, alargando la aaa en un intento de que los señores de la camioneta comprendieran cabalmente la travesía didáctica en la cual estaba embarcándolos.

El recurso no pareció surtir efecto. El señor más próximo a la ventanilla me miró fijo por unos segundos y, sin manifestar entusiasmo alguno por salir de su letargo, me espetó: ”Esto no es una ambulancia”. Los otros dos permanecían en los brazos de Morfeo.

Todavía con la ilusión de que los servidores públicos interpretaran el sentido de mi puesta en escena, continué como si nada: “Bueno, entonces Ramiro quisiera saber qué función cumplen ustedes para nuestra ciudaaaad”.

El potencial conductor, secundado ahora por sus acompañantes, que ya habían entornado los ojos para detectar a las inoportunas voces que interrumpían su siesta, respondió con convicción: “Estamos acá para socorrer a las víctimas en caso de que se caiga algún balcón”.

El intercambio verbal se paralizó por varios segundos, en los cuales fue reemplazado por el siguiente diálogo telepático: “Señor acá como me ve, en joggineta y con rodete, soy una profesional respetada y el año pasado aprobé Biofísica del CBC. No me tome por estúpida”.

“Señora, quítese de aquí y llévese a su curioso párvulo a preguntarle al enano del circo cuándo piensa crecer. Acá estamos tratando de no trabajar”, respondió mentalmente el socorrista peor predispuesto del mundo.

Esbocé una sonrisa socarrona, para ocultar en realidad mi sensación de derrota absoluta, y dije: “¿Se caen mucho los balcones por acá?”

Nos dimos media vuelta y le expliqué a Ramiro que los señores de la camioneta amarilla eran agentes encubiertos del FBI que participaban en una compleja operación para asestarle un golpe definitivo al narcotráfico que azota las calles de Caballito entre Avenida la Plata y Acoyte, en una riesgosa tarea que podría revelar nexos al más alto nivel gubernamental. Me pareció un argumento más razonable que el de dos camionetas y seis señores esperando que se caiga un balcón en una soleada mañana de domingo.


miércoles, 12 de septiembre de 2007

El Día del Maestro debería ser ilegal

Díganme si no da unas ganas locas de trompearlo

Si alguien sabe algo del paradero del hipopótamo
de Pumper Nic, hágamelo saber. Lo extraño.

Ok, a lo mejor podríamos partir la diferencia: si se pronostica buen tiempo le damos para adelante con el feriado, pero si se prevén lluvias, lo suspendemos. Maestros del país, comprendan: no pueden dejarnos tanto tiempo a solas con nuestros hijos.

Ramiro va al jardín sólo tres horas diarias, que con la ida y la vuelta a casa, previo paso una horita por la plaza, se termina haciendo toda la mañana. De modo que no creo estar pidiendo mucho si le reclamo al Profe Fer que, por favor, deje de lado su absurda pretensión de irse de parranda a celebrar con sus amigos maestros jardineros un día que en realidad debería dedicarle a mi hijo.

Estoy furiosa con la vida, por si no lo advirtieron. O conmigo misma. Sucumbí a la Maldita M.

Enfrente de casa hay un McDonald's que está allí desde antes que nos mudáramos a Almagro, hace dos años y pico, y nunca nos había causado ningún inconveniente. Por varias razones: la principal, mi marido y yo nos cuidamos con la comida, no nos gustan particularmente las hamburguesas ni las papas fritas de plástico, y además quienes hayan leído mi columna anterior "El chupetín de las 8 de la mañana" ya van intuyendo mi política hacia los locales de comida rápida y payasitos de sonrisa perenne.

Hasta hace poco, Ramiro no tenía mucha idea de lo que era McDonald's, sólo sabía que era uno de esos negocios de la cuadra a los que nunca entramos, como la ferretería casi llegando a la esquina, o el local que vende bolsitas de polietileno y artículos de telgopor atendido por un señor muy amable al que siempre saludamos, pero nunca le compramos nada.

Cada tanto nos parábamos a mirar los juguetitos que vienen en la cajita feliz y que, astutamente, la gente de McDonald's exhibe en la puerta como tentación para los niños. Pero nuestro vínculo con la marca nunca había superado la etapa de la simple observación, gracias a un hecho por demás providencial: por cuestiones laborales mi marido recibe periódicamente el set entero de juguetitos de la cajita feliz, gratis y sin la comida chatarra adosada. El paraíso en la tierra para una madre que estudia Nutrición.

En un momento la cosa amenazó con complicarse un poco: a la misma altura de nuestro balcón, cruzando la calle, se divisa claramente el pelotero de McDonald's y a toda hora pueden observarse párvulos disfrutando como locos de los juegos, después de haberse engullido en medio minuto una ración de colesterol puro que ya tendrán tiempo de lamentar dentro de 30 años.

Al rescate vino la abuela Jane, con un argumento que en su momento me pareció un tanto chapucero, poco creíble y ciertamente reclamable cuando Ramiro tenga más edad y comprenda mejor, pero que al final del día había surtido un fabuloso efecto: le dijo que esos juegos estaban sucios. Durante varios meses, para Ramiro esos juegos estaban sucios y ese ínfimo detalle ameritaba el aislamiento total y absoluto del conglomerado gastronómico que revolucionó la historia de la alimentación mundial.

Pero el feriado del Día del Maestro llegó en mal momento: tal parece que Ramiro había empezado un tiempo antes a revisar su postura en contra de los peloteros sucios, algo por otra parte imaginable en un crío que anda todo el día descalzo y con las plantas de los pies color azabache, exhibe las manchas de Serenito en la ropa como trofeos, y hace caca en los calzoncillos y la junta con sus manitos para tirarla al inodoro.

Como llovió y yo tenía cosas que hacer por el barrio, las opciones no eran muchas. Fuimos al correo, a la librería, al súper, y cuando enfilamos para casa faltaba como una hora y media para nuestra hora habitual del almuerzo, frontera a partir de la cual comienza la rutina diaria de Ramiro en casa.

Me pidió ir a los juegos de McDonald's, miré el cielo encapotado y me ganó la debilidad. Le compré la porción de papas fritas más diminutas del mercado -supongo que hasta yo me doy cuenta que ordenarle una ensalada del chef habría sido excesivo- y un agua mineral. Me comí yo misma casi toda la porción de papas de artificio, mientras Ramiro exudaba felicidad por los poros, deslizándose entre los tubos del pelotero sucio y lanzándoles rayos de Power Ranger a otros niños cuyas madres estaban evidentemente más familiarizadas y relajadas con la sumisión al imperio yanqui.

Cuando otros dos chicos saboreaban sus helados de plástico tras haber comido sus hamburguesas de caucho, Ramiro me pidió que también le comprara un helado. Con total naturalidad le dije que no, que ahora íbamos a almorzar y que en todo caso a la tarde podía ser que le comprara un helado. Las otras mamás dieron vuelta la cabeza para ver a la extraviada mental que adentro de un McDonald's le comunicaba a su hijo que en breve irían a casa a comer algo así como brócoli hervido.

Ya nada será igual entre mi hijo, McDonald's y yo: me pregunto cuánto demorará Ramiro en decirme adiós para siempre y correr detrás de la Maldita M. Estuve almorzando con el enemigo, y eso tiene consecuencias.

jueves, 16 de agosto de 2007

Había una vez

No creo que tenga marido para la semana que viene

Si Petete con su Libro Gordo siguiera dándoles las buenas noches
a los chicos desde la tele, la mitad de mis problemas estarían resueltos

Si en algo se parecen Ramiro y mi padre, es en que ambos estimulan en mí la inclinación literaria, cada uno a su modo y por sus propias razones.

Mi padre siempre soñó con que yo fuera escritora, algo que técnicamente no se dio, aunque siendo periodista tampoco es que caí a años luz de ese deseo. Además, es algo que todavía podría suceder, si algún día me visita una musa decente. Y en cuanto a Ramiro, bueno, sus aspiraciones son un poco más modestas: sólo exige que le cuente cuentos a la hora de dormir.

Cuando yo era chica me dedicaba a escribir cuentos y poemas para las maestras, y por cierto, era bastante territorial al respecto. Un día otra nena llevó una poesía que yo detecté de inmediato que era un plagio flagrante de la primera página del Anteojito, y la hice confesar delante de toda la clase, en un hecho que me persigue y avergüenza desde el día en que advertí que había sido un acto más bien canalla e innecesario.

Acaso por aquel desliz o por el simple paso del tiempo y acumulación de obligaciones mi veta literaria fue aletargándose, y hoy en día ya casi no se me ocurren historias de ficción que valgan la pena revelar a terceros. Gracias a Dios, Ramiro no es un público exigente.

Cuando Ramiro era muy chiquito yo había inventado una historia que le gustaba, y todas las noches le contaba la misma; ambos nos la sabíamos de memoria hasta el último punto. De este modo hice la plancha durante meses y por un tiempo pensé que había zafado para siempre en términos creativos, hasta que mi hijo empezó a reclamar un cambio de aire literario.

Entonces surgió la práctica que mantenemos aún hoy de reproducir la historia del dibujito animado que acabamos de ver, al cual puedo o no haberle prestado atención. En el segundo caso la versión resulta extremadamente libre, y algunas veces juraría que Ramiro advierte la fruta que le estoy mandando, pero o bien elige hacerse el sota o bien ya se encuentra en un estado de somnolencia que le desactiva el reflejo del reproche.

Otras veces se me ocurre alguna pequeña idea divertida, y Ramiro se engancha. De ahí desgrano un cuento que por lo general suele ser entre mediocre y definitivamente básico, y que cuando termino de contarlo ruego al cielo que nadie haya instalado micrófonos ocultos en la habitación de Ramiro, y que eso de la amnesia de los 5 años sea cierto, y en el futuro mi hijo nunca recuerde mi pavorosa falta de compromiso a la hora de inventarle historias para dormir.

No sé si porque soy una madre babosa o porque intento elevar la autoestima de mi hijo, mis cuentos siempre empiezan con que había una vez un nene llamado Ramiro, obsesión que hasta a él a veces le parece un exceso, porque de pronto me pide un cuento de Winnie Pooh y yo empiezo con que había una vez un nene llamado Ramiro. "No, un oso llamado Winnie Pooh", me frena en seco. Y, en una pequeña batalla absurda me mantengo en mis trece diciendo "sí, un nene llamado Ramiro que conocía a un oso llamado Winnie Pooh".

Mis historias suelen ser sencillas y previsibles, pero alguna que otra vez intento saltos cualitativos que no siempre terminan bien. Hace poco intenté matar dos pájaros de un tiro, y filtrar en el cuentito de las buenas noches el tema del control de esfínteres, que todavía no tenemos completamente resuelto. Como suelo hacer en este blog, coloqué como víctima a mi marido, y ahora temo que Ramiro le haya perdido el respeto.

Así fue como papá salió un día a la calle con un calzoncillo rosado, y Horacio el diariero le advirtió que parecía una nena. Primer error apuntado por Ramiro: las nenas no usan calzoncillos, ni siquiera rosados. Ok, Horacio le dijo que, si fuera una bombachita, parecería una nena. Segunda objeción: ¿pero no tenía pantalones? Me sentí al borde de la tragedia: hasta a mi hijo de 3 años mi consigna le resultaba un despropósito. No, bueno, en realidad por alguna razón que la autora -yo- no explicaba (porque no tenía ni idea cómo llegamos a ese ridículo lugar en cuestión de segundos), papá salió a la calle con un calzoncillo rosado y sin pantalones. Y se encontró con Domingo el portero, con Gustavo de la calesita y, finalmente, con su mamá, quien logró convencerlo de que lo más conveniente era salir a la calle con el atuendo completo y, en lo posible, un calzoncillo de algún color algo más tradicional. Acaso este último elemento haya sido el más absurdo de todo el cuento: que mi marido hubiera atendido precisamente al consejo de mi suegra. Afortunadamente, esta gaffe no fue advertida por Ramiro.

El cuento de papá en calzoncillo rosa me dejó un poco traumada. Ramiro me lo pide una y otra vez, y yo no veo la hora de que exija una renovación argumental y aquella historia inadmisible sea barrida dentro de un tiempo por la salvadora amnesia de los 5 años. Estoy considerando seriamente la opción a la que recurren los padres razonables: hacerme de un par de libritos de cuentos escritos por gente que se dedica profesionalmente a ello, con un par de correcciones antes de ser impresos, sujetos a críticas de expertos, releídos y repensados varias veces antes de llegar a oídos de los niños. Ninguno empezará con que había una vez un nene llamado Ramiro, pero al menos es de esperarse que dejen a salvo la figura paterna y otros pilares de la psicología infantil.

viernes, 10 de agosto de 2007

Manos a la obra

Esperpento vergonzoso que salió de mi lápiz cuando Ramiro pidió un murciélago

Veo las ovejitas saltar la valla en una noche de insomnio y pienso:
si las imagino con tanta claridad, ¿por qué al dibujarlas se parecen
más bien al peluquero de mi suegra?

Hace poco tuve que estudiar las leyes de Mendel sobre herencia genética, y en un momento juro que entré en pánico. No tanto por el final de Biología, que afortunadamente aprobé sin mayores sobresaltos, sino por la constatación científico-académica de algo que ya venía sospechando desde hace rato: Ramiro tiene alrededor del 75 por ciento de chances de ser el más torpe de la clase, del barrio y, si se casa el día de mañana, de su pareja y/o familia.

Mi padre es arquitecto, lo cual debería garantizar al menos un par de genes, una que otra moleculita de ADN que codifique alguna mínima habilidad para el dibujo o las manualidades. Como es habitual en muchos rasgos hereditarios, si es que esto es así quiera Dios que tal característica se exprese en este caso a generación salteada, ya que a mí no me tocó un ápice de habilidad manual. Por línea paterna, Ramiro está más que desahuciado, a juzgar por la discapacidad de mi marido para, por ejemplo, pegar correctamente las tiritas del pañal o doblar una remera.

Ramiro aprendió a pelar los caramelos solito desde muy chico, y siempre sospeché que esta capacidad extraordinaria no se debió a un talento innato, sino más bien a una suerte de instinto de supervivencia: yo soy tan torpe con las manos y tardo tanto en quitarle el papel a una golosina, que logré que un bebé con su típica falta de paciencia lograra desarrollar habilidades impensadas para su edad. De más está decir que desde hace rato Ramiro pela los caramelos más rápido que yo.

Antes del jardín la torpeza se expresaba puertas adentro, y no había por qué salir a difundirlo por los barrios. Pero el ingreso a la vida educativa resulta una pesadilla para aquellos padres que no tienen del todo claro con qué mano agarrar la tijera, ni saben distinguir bien el papel crepé del papel afiche.

En salita de 2 años, Ramiro y sus compañeros llevaron un día a casa una ovejita que habían hecho en clase. Las mamás y/o papás debíamos devolver la ovejita unos días más tarde, con una casita construida manualmente ad-hoc. No había más instrucciones ni especificaciones de ningún tipo: una casita para la ovejita. A mí me bajó la presión durante unas horas, hasta que se me ocurrió lo que por entonces consideré la idea del siglo: pegar algodón sobre la superficie de una cajita de cartón que había sido de unas zapatillas de Ramiro y recortarle una puertita por donde entraría la oveja. Fácil, atractiva, suavecita y a tono con la consigna -el vínculo conceptual ovejita-algodón me parecía un hallazgo-. Al otro día deposité a mi hijo en el jardín, muy oronda blandiendo la manualidad bien alto para que se apreciara públicamente. La mitad del algodón se había caído y creo que se leía la marca de calzado "Plumita", mientras la puertita, un tanto desproporcionada, no era del todo capaz de retener adentro a la ovejita; pero el espíritu del trabajo permanecía intacto. Sólo llegué a ver otra casita, que traía la mamá de Tomy. Estaba toda hecha de tela, bordada hasta en los detalles más insignificantes, con una puertita de tul que permitía ver adentro, muy feliz y sobre todo bien contenida en la casita, a la ovejita de Tomy. Me dije a mí misma que por el guardapolvo la mamá de Tomy, obvio, es maestra, que quizá viniera de una familia pobre en la que aprendió a remendar ropa usada para pasar el invierno, y que era muy posible que le sobrara el tiempo porque acaso tuviera una vida un tanto vacía y un matrimonio infeliz.

En el jardín Ramiro también empezó a desarrollar la típica inquietud por el dibujo. Y, como es habitual en los niños, me pide que le dibuje cosas que me dan ganas de pedirle si por favor puede hacerme un esquemita en lápiz, yo se lo pinto encima y pretendemos que mamá se lo dibujó.

El otro día el profe Fernando, su maestro jardinero, les contó que se había asustado tremendamente por un murciélago que apareció en su casa. O al menos eso es lo que me contó convencidísimo Ramiro cuando vino del jardín, aunque en la reunión de padres le pregunté al profe Fer por el tema y o bien no recordaba el incidente, o no había sido tan terrorífico como lo había descrito Ramiro, o mi hijo ya está listo para el Premio Nobel de Literatura Fantástica. Lo cierto es que me exigió que le dibujara un murciélago, como quien ordena un café en un bar. Para mí es como pedirme que le explique, en cinco minutos, cómo se calculan integrales y derivadas a un rinoceronte.

El resultado de mi esfuerzo me dio una profunda vergüenza, y todavía no sé si elegí ese dibujo para ilustrar esta columna en una suerte de acto de contrición, o por puro masoquismo. Si de algo estoy segura es que describe a las claras los extremos a los que puede llegar mi deficiencia motriz, la misma que temo con horror que Ramiro herede cumpliendo las mayores probabilidades que le asignan las leyes de Mendel.

Otro día me pidió un pajarito, y si bien tampoco surgió de mi pluma una versión muy fidedigna de la realidad, se le acercaba un poco más. Tuve mis dudas sin embargo de que Yamila, la niñera, supiera interpretar la idea cuando, después de la siesta de Ramiro, ella tomara las riendas de la situación y del block de dibujo de mi hijo. Como soy torpe pero muy escrupulosa para cuidar la coherencia y la continuidad lógica en la formación de Ramiro, le dejé a Yamila una notita que decía "hagamos de cuenta que es un pajarito".

Pero no sólo los vestigios cromosómicos de mi padre podrían salvar a Ramiro de la torpeza absoluta: el profe Fer es increíblemente hábil, y un año haciendo manualidades con él -no sólo en la Sala Roja, sino también en el taller de plástica de los miércoles- deberían ejercer sobre mi hijo algún tipo de influencia positiva que lo abstraiga de la incapacidad manual de su entorno doméstico.

Sin embargo, no todo es un lecho de rosas para los hábiles: cuando el jardín presentó una muestra de manualidades en mayo pasado, la sala comandada por el profe Fer resultó, con toda claridad, la oferta más atractiva de todas, cosechando elogios de padres y abuelos, pero también cuchicheos y miradas maliciosas entre sus colegas maestras jardineras. La seño Carola, maestra de Ramiro el año pasado, me contó los jugosos entretelones: el profe Fer va haciendo, aparentemente junto con su novia, los trabajitos con paciencia de araña todos los días un poquito desde el inicio del ciclo lectivo, y los guarda en grandes bolsas negras de nylon. Recién el mismo día que preparan la muestra, va sacando, de a poquito y con cara de regocijo, todas las manualidades. Éstas no paran de emerger de la gran cantidad de bolsas acumuladas, para envidia de sus pares, que un buen rato antes ya habían dispuesto el modesto -humano, razonable- producto de su esfuerzo sobre las mesas, opacado totalmente por las maravillas del profe Fer. Temo que algún día, en un rapto de furia, se produzca en el jardín una guerra de brillantina o un atentado con bombas de telgopor entre el profe Fer, su novia y las otras seños. No me lo pierdo por nada del mundo.

jueves, 2 de agosto de 2007

El factor Manuel

Batería de implementos que necesita Manu para peinarse para una fiesta

Observo a mi marido bañarse por tercera vez en el día y pienso: lo que
debe haber sido de adolescente si ahora tiene tanta ducha por recuperar.

Voy a aprovechar que Ramiro todavía no lee ni interpreta, porque con los celos que le tiene al hermano si se enterara de que voy a dedicarle una columna de su blog a Manuel, creo que incendia todo Almagro. Pero se me impone la licencia: no puedo hacer un blog por cada integrante de la familia, así que por esta vez tomo prestado el de Ramiro para hablar del hijo mayor de mi marido, cuyas particularidades a esta altura merecen un post.

Manuel tiene 11 años, edad en la que en mi época éramos casi lactantes, mientras que hoy se llaman a sí mismos púberes o preadolescentes, y actúan en consecuencia. Ya están obsesionados con las chicas, aunque éstas suelen ir un poquito rezagadas; en las fiestas ellos las persiguen con el juego de la botellita -algunas cosas, sorprendentemente, no han cambiado tanto-, pero muchas de ellas todavía huyen de los besos en la boca como si hubieran visto al diablo. Sospecho que la truchada actual de festejar acá también Halloween partió de unos púberes urgidos de encontrar un nuevo marco para imponer el juego de la botellita.

Manu padece un caso grave de cinefilia. El otro día hacíamos cuentas: a su corta edad ya vio tantas películas o más que un adulto entrado en años, por no mencionar que se les atreve a un montón de clásicos en blanco y negro, y a algunos films de miedo y suspenso que a mí me crispan tanto que no los puedo ver ni a mis 38 años. Como mencioné en una columna anterior, ya escribió, co-dirigió y protagonizó su propio cortometraje, que, por cierto, se exhibió hace poco en algunos festivales de Asia y creo que está programado en varios más. Hoy en día refunfuña porque no se le ocurrió a tiempo hacer una panorámica desde el cielo y, por supuesto, le da una vergüenza bárbara mirarlo.

Gracias a Dios también sale a la calle, juega al fútbol y le gustan las chicas. Esto último sobre todo. Uno de los temas preponderantes en su vida actualmente es el look, cuyas bases estéticas no necesariamente coinciden con lo que los adultos consideramos deseable. Por ejemplo, lo que él califica como un corte de pelo "cool" para mí es un nido de caranchos e incluso llamarlo "corte de pelo" es casi una excentricidad; "ausencia del mismo" sería una descripción más acertada. Pero he aquí un nido de caranchos que, a diferencia de por ejemplo la moda hippie, exige toda una movida de producción: el otro día Manu se preparaba para ir a una fiesta y tuve que hacerle de peluquera: planchita para el flequillo hacia el costado y tapando bien a propósito el ojo izquierdo, y enruladora para unos pirinchos que le salían a los costados de la nuca y que para mí habrían estado mucho mejor discretamente escondidos que así paraditos como diciendo "ey, aquí estoy, miren cómo me escapo del peinado".

Desde hace un tiempo usa además un saco tipo Leonardo Simmons, que Dios lo tenga en la gloria, y un sombrero parecido al que usaba mi abuelo para ir a misa; bufandita colocada estilo negligé -o sea, no abriga ni media amígdala- y un pulóver de rombos que fue verlo en la vidriera y enamorarse de tal modo que para lavarlo hay que extirpárselo con bisturí y correrlo por toda la casa. Al pulóver.

El otro día estaba tirado en el sillón, mirando tele a la medianoche, totalmente superproducido para ningún público en absoluto. Se me ocurrió tirar el chiste "¿a qué hora arranca el horario de protección al niño lookeado?", y fue poco menos que si hubiera hecho un chiste involuntario con alguien que se acababa de morir, tipo los que le salen tan bien a Mario Pergolini. Tal parece que mi marido había lanzado un chascarrillo similar un rato antes, y el mismo no había encontrado una recepción jocosa por parte de Manu, que reaccionó más bien ofendido y ofuscado, como buen púber que él dice que es.

La buena noticia es que Ramiro, que habitualmente le envidia todo a Manu, quiere tener lo que él tiene y suele imitarlo en casi todo, por fortuna no entró todavía en la onda pelito-carancho/saco-Leonardo/bufanda-improductiva/sombrero-para-qué-cuernos. Ni en la movida chicas-botellita-besos en la boca. Pero como viene la cosa, si los chicos de hoy son preadolescentes a los 11 años, me imagino que a Ramiro, con sus 3 recién cumplidos, le quedan con suerte cuatro o cinco más de niño. Que Dios me ayude cuando cumpla 9.

jueves, 26 de julio de 2007

20.000 leguas de viaje por la Ruta 2

Arnés que parece super fácil de colocar; créanme, no lo es tanto

Me sorprende que en la Dirección de Tránsito nadie trate el verdadero
dilema vial: cómo transportar niños sin atropellar a nadie en el intento.

"El Che no habría hecho la Revolución si lo llevaba a éste en el asiento trasero", lanzó en medio del viaje mi marido, en un acto de deformación profesional que lo impulsa a tirar en el seno familiar aquellos bocadillos ocurrentes que no puede descargar en su trabajo cuando está de vacaciones. Se refería, como podrán sospechar, a Ramiro. Hemos decidido irnos unos días de vacaciones de invierno a la costa bonaerense, con todo lo que eso implica. Implica mucho.

Cuando Ramiro tenía pocos meses, por alguna razón que el resto del mundo consideraba una exageración pero a mí me parecía perfectamente normal, supe tomarme aviones de menos de una hora con él en brazos, mientras mi marido y Manuel, su hijo mayor, iban cuatro o cinco horas en auto para no dejar de tener un medio de locomoción propio en el destino. En ese entonces yo creía que era preferible estar manipulando en medio de un aeropuerto atestado el Nestum y la mamadera con una mano y sosteniendo con la otra a Ramiro que además acababa de ensuciar el pañal y vomitado toda su ropita, que tenerlo encerrado varias horas en un automóvil. Hoy debo admitir que en lugar de eso a tan corta edad habría dormido las cinco horas de viaje, mientras que actualmente, a sus 3 movedizos y caprichosos años, necesitaría sacar un voucher en Aerolíneas Argentinas por 10 años más sin límite de uso.

Maldita sillita de viaje, maldito percentil de talla largamente por encima de 100. Pese a no tener todavía la edad recomendada, por una cuestión de tamaño Ramiro debió pasar en este viaje de la sillita para niños al suplemento del asiento del auto que usan los nenes más grandecitos, junto con un arnés chiquito que nos arruinó la vida. Lo que a priori pareció un salto cualitativo terminó evidenciando la torpeza de mi marido y mía para interpretar las instrucciones más elementales, y la ya indisimulada impaciencia de Ramiro hacia ésta y otras varias incapacidades de sus progenitores. Todo el viaje resultó una queja hacia la incomodidad que le generaba el asientito, a todas luces chuecamente colocado y con el cinturón de seguridad y el arnesito trenzados en una batalla sin cuartel que amenazaba con provocarle a Ramiro una escoliosis crónica.

Posiblemente a raíz de que lo acostumbré al avión hasta para los tramos más ridículos -por ejemplo Buenos Aires-Rosario, tres horas por autopista-, Ramiro cree ahora que para llegar a destino el mecanismo debería ser más o menos el de la brujita de Hechizada, un pequeño movimiento con la punta de la nariz y ¡plop! ya estamos en Mar de las Pampas. Como mi marido y yo estamos todavía concentrados en dilucidar el asientito y el arnés, y no nos dedicamos aún a tratar de desarrollar la habilidad de desmaterializarnos y aparecer 400 kilómetros hacia el sur en cuestión de segundos, he aquí la segunda queja-leit-motiv del viaje: "¿por qué no vamos a Mar de las Paaaaaaaampas!!!!" "Estamos yendo, pero todavía faltan tres horas" no resultó un argumento que surtiera efecto visible alguno durante el resto del viaje.

Pobre Manuel. Como junto con la sillita de viaje Ramiro perdió su marco habitual de referencia para apoyar la cabecita, y por ello no lograba dormirse como todos estábamos esperando ansiosamente para tener un rato de paz, se dedicó casi toda la travesía a impedir que su hermano hiciera lo propio. Manuel, que también es enorme para sus 11 años, no sólo debe plegar sus piernas más allá de lo recomendable para quien desea dormir un rato, sino que ahora se le agregó el martilleo constante de la manito de Ramiro, quien al grito de "Manu dormilón, ¡¡despertaaaaate!!!" se dedicó a arruinarle la existencia durante casi cinco horas.

Este viaje también nos sirvió a mi marido y a mí como experiencia para tomar una decisión fundamental en nuestras vidas como progenitores: cuando se trata de enderezar la conducta de Ramiro, convendría que nos aferráramos a un curso de acción unificado y sostenido. Más fácil decirlo que hacerlo, por cierto. Le dijimos que lo íbamos a bajar del auto y dejarlo con las ovejitas al costado de la ruta. Se asustó tanto que se pasó media hora gritando que POR FAVOR lo dejáramos bajar y jugar con las ovejitas, que a todas luces le resultaban mejor compañía que nosotros. Volvimos a la carga con la policía caminera: qué podría resultar peor amenaza que quedar varado en un calabozo de campo. Ahí no estuvo tan de acuerdo, pero a juzgar por sus persistentes berrinches, tampoco pareció resultarle un castigo que valiera la pena el esfuerzo de portarse medianamente bien. Más tarde dio mucho menos resultado aún anticiparle que le diríamos al cocinero del restaurante en el que estábamos que lo echara a la calle; de hecho entró a la cocina del local y volvió con un helado en la mano. Es evidente que cualquier medida coercitiva pierde toda efectividad si uno no la aplica al menos de vez en cuando.

El tema del hogar a leña llevó el desafío a límites insospechados: antes de partir mi marido le comentó a Ramiro que la cabaña en la que nos alojaríamos tenía un hogar a leña, y Ramiro se pasó todo el viaje amenazándonos con tirarnos a todos al fuego.

No sé cómo será el viaje de vuelta, pero si hay algo que tengo totalmente claro es que, después de estas vacaciones, necesitaré unas vacaciones. Verdaderas.

jueves, 12 de julio de 2007

En nuestro patio hay un mundo por explorar

Casita suburbana acomodada parecida a las de los Backyardigans

La Pantera Rosa ni siquiera hablaba y causó furor;
¿qué necesidad hay de que hoy los dibujitos canten?

Voy confesar que me intriga cuántos de ustedes abandonaron la lectura de esta columna antes de empezar, al toparse con un título tan ampuloso, y cuántos en cambio se están matando de la risa porque saben perfectamente de qué estoy hablando.

Desde que Ramiro entró en la conflictiva fase de dejar los pañales, se produjeron también algunas regresiones. Refunfuña como cuando era chiquito, a veces gatea, pide una leche a cada rato, y prácticamente dejó de ver a los Power Rangers. Esto, que a priori parecería una ventaja si leen la columna anterior "Gimme the Power (Ranger)", me provoca hoy sentimientos encontrados porque no es que Ramiro mire ahora el programa sobre matemática de Paenza o las entrevistas de James Lipton en Inside the Actor's Studio, sino que volvió a ver los dibujitos de bebé que le gustaban antes.

Como habrán sospechado por el título los expertos dibujólogos, los elegidos de Ramiro hoy en día son los Backyardigans. Para los legos en la materia, los Backyardigans son cinco animalitos parlantes que juegan en una especie de patio común que une a sus casas y se pegan unos viajes bárbaros. Quiero decir, un día se imaginan al patio como el desierto del Sahara, otro como un lago en el que hacen kayak, otro día es un museo paleontológico.

Con Ramiro tenemos algunas diferencias creativas respecto de los Backyardigans, en particular en cuanto a los nombres. Con Pablo el pingüino no hay drama, ni tampoco con la hipopótama Tasha. Uniqua, una hormiguita rosada (!) ya provoca una grieta entre nosotros porque Ramiro la pronuncia de una manera, yo de otra y los doblajistas de una tercera forma.

En cortocircuito más grave se produce con el alce Tyrone y el canguro púrpura (!!) Austin. Ramiro los llama Tabón y Bofín, y no hay manera de moverlo de su postura. Lo cual no sería un problema si la convivencia entre su versión y la mía fuera pacífica, pero no lo es. Ramiro se enfurece cada vez que a mí me salen los nombres correctos, o lo que yo y Wikipedia entendemos como los nombres correctos. A propósito, qué falta de visión la de los adaptadores de la serie para América Latina. Qué les costaba ponerle Toto a Tyrone o Alejandro a Austin, quién se iba a enterar.

No sé a qué se dedicarán los papás de los Backyardigans, pero viendo las amplias casas suburbanas que tienen está claro que deben ser todos de clase media-alta. En cuanto a los soñadores protagonistas, todo indica que la producción les otorga francos rotativos, ya que casi nunca están los cinco juntos, sino que aparecen de a cuatro o incluso tres, acaso porque alguno de ellos se haya engripado. Por suerte no deben luchar con enemigos malos como los Power Rangers, que deben presentarse los cinco a trabajar sin falta porque si no se pudre todo.

A propósito, ¿soy la única que piensa que los doblajistas de esta serie cantan realmente muy, muy mal? Creo que Ramiro lo hace mucho mejor que quienes doblan a los muñequitos, y, digamos, es poco probable que las clases de música con la seño Agustina lo hayan formado ya como un tenor experimentado. Creo más bien que las composiciones del dibujito son horribles y -que me perdonen los doblajistas empezando por mi hermana Andy, quien no tiene nada que ver con los Backyardigans- la interpretación provoca otitis.

Pero también genera fanatismo entre los más chiquitos. Tanto es así, que ahí tenemos otra disputa entre Ramiro y yo: no logro acordarme la letra de la canción con que se despiden los Backyardigans, y que Ramiro baila desaforadamente como si se hubiera tomado un Speed. De ahí apaga la tele y nos vamos a la cama, momento tensionante no porque no se quiera dormir, cosa que hace sin problemas, sino porque siempre me pide que le cuente un cuento de los Backyardigans y le cante la canción de los Backyardigans. El cuento debe rememorar el capítulo que acabamos de ver, lo cual me obliga a prestar atención al dibujo cuando no necesariamente tengo tiempo o ganas, y con la canción entramos en colisión. Una y otra vez terminamos la jornada Ramiro protestando porque no entiende cómo todavía no me aprendí la letra del tema -para ser sincera, yo tampoco-, y yo pidiendo disculpas y prometiendo hacer mi mayor esfuerzo al otro día. Después viene papá a darle un beso y él sí le canta la canción. En realidad le canta cualquier cosa porque tampoco sabe la letra, pero Ramiro pacta con el fraude. Hombres, entre ellos se entienden.