miércoles, 12 de septiembre de 2007

El Día del Maestro debería ser ilegal

Díganme si no da unas ganas locas de trompearlo

Si alguien sabe algo del paradero del hipopótamo
de Pumper Nic, hágamelo saber. Lo extraño.

Ok, a lo mejor podríamos partir la diferencia: si se pronostica buen tiempo le damos para adelante con el feriado, pero si se prevén lluvias, lo suspendemos. Maestros del país, comprendan: no pueden dejarnos tanto tiempo a solas con nuestros hijos.

Ramiro va al jardín sólo tres horas diarias, que con la ida y la vuelta a casa, previo paso una horita por la plaza, se termina haciendo toda la mañana. De modo que no creo estar pidiendo mucho si le reclamo al Profe Fer que, por favor, deje de lado su absurda pretensión de irse de parranda a celebrar con sus amigos maestros jardineros un día que en realidad debería dedicarle a mi hijo.

Estoy furiosa con la vida, por si no lo advirtieron. O conmigo misma. Sucumbí a la Maldita M.

Enfrente de casa hay un McDonald's que está allí desde antes que nos mudáramos a Almagro, hace dos años y pico, y nunca nos había causado ningún inconveniente. Por varias razones: la principal, mi marido y yo nos cuidamos con la comida, no nos gustan particularmente las hamburguesas ni las papas fritas de plástico, y además quienes hayan leído mi columna anterior "El chupetín de las 8 de la mañana" ya van intuyendo mi política hacia los locales de comida rápida y payasitos de sonrisa perenne.

Hasta hace poco, Ramiro no tenía mucha idea de lo que era McDonald's, sólo sabía que era uno de esos negocios de la cuadra a los que nunca entramos, como la ferretería casi llegando a la esquina, o el local que vende bolsitas de polietileno y artículos de telgopor atendido por un señor muy amable al que siempre saludamos, pero nunca le compramos nada.

Cada tanto nos parábamos a mirar los juguetitos que vienen en la cajita feliz y que, astutamente, la gente de McDonald's exhibe en la puerta como tentación para los niños. Pero nuestro vínculo con la marca nunca había superado la etapa de la simple observación, gracias a un hecho por demás providencial: por cuestiones laborales mi marido recibe periódicamente el set entero de juguetitos de la cajita feliz, gratis y sin la comida chatarra adosada. El paraíso en la tierra para una madre que estudia Nutrición.

En un momento la cosa amenazó con complicarse un poco: a la misma altura de nuestro balcón, cruzando la calle, se divisa claramente el pelotero de McDonald's y a toda hora pueden observarse párvulos disfrutando como locos de los juegos, después de haberse engullido en medio minuto una ración de colesterol puro que ya tendrán tiempo de lamentar dentro de 30 años.

Al rescate vino la abuela Jane, con un argumento que en su momento me pareció un tanto chapucero, poco creíble y ciertamente reclamable cuando Ramiro tenga más edad y comprenda mejor, pero que al final del día había surtido un fabuloso efecto: le dijo que esos juegos estaban sucios. Durante varios meses, para Ramiro esos juegos estaban sucios y ese ínfimo detalle ameritaba el aislamiento total y absoluto del conglomerado gastronómico que revolucionó la historia de la alimentación mundial.

Pero el feriado del Día del Maestro llegó en mal momento: tal parece que Ramiro había empezado un tiempo antes a revisar su postura en contra de los peloteros sucios, algo por otra parte imaginable en un crío que anda todo el día descalzo y con las plantas de los pies color azabache, exhibe las manchas de Serenito en la ropa como trofeos, y hace caca en los calzoncillos y la junta con sus manitos para tirarla al inodoro.

Como llovió y yo tenía cosas que hacer por el barrio, las opciones no eran muchas. Fuimos al correo, a la librería, al súper, y cuando enfilamos para casa faltaba como una hora y media para nuestra hora habitual del almuerzo, frontera a partir de la cual comienza la rutina diaria de Ramiro en casa.

Me pidió ir a los juegos de McDonald's, miré el cielo encapotado y me ganó la debilidad. Le compré la porción de papas fritas más diminutas del mercado -supongo que hasta yo me doy cuenta que ordenarle una ensalada del chef habría sido excesivo- y un agua mineral. Me comí yo misma casi toda la porción de papas de artificio, mientras Ramiro exudaba felicidad por los poros, deslizándose entre los tubos del pelotero sucio y lanzándoles rayos de Power Ranger a otros niños cuyas madres estaban evidentemente más familiarizadas y relajadas con la sumisión al imperio yanqui.

Cuando otros dos chicos saboreaban sus helados de plástico tras haber comido sus hamburguesas de caucho, Ramiro me pidió que también le comprara un helado. Con total naturalidad le dije que no, que ahora íbamos a almorzar y que en todo caso a la tarde podía ser que le comprara un helado. Las otras mamás dieron vuelta la cabeza para ver a la extraviada mental que adentro de un McDonald's le comunicaba a su hijo que en breve irían a casa a comer algo así como brócoli hervido.

Ya nada será igual entre mi hijo, McDonald's y yo: me pregunto cuánto demorará Ramiro en decirme adiós para siempre y correr detrás de la Maldita M. Estuve almorzando con el enemigo, y eso tiene consecuencias.